Datos del autor

Angel Oscar Cutro nació en Concordia (Entre Rìos) el 20 de noviembre de 1932.
En la misma ciudad cumplimentó sus estudios primarios y secundarios, graduándose como médico cirujano en la Universidad Nacional del Litoral, facultad de Medicina de Rosario (Santa Fe).
Paralelamente a su carrera de estudiante universitario fue agente de policía, oficial de investigaciones y, después de recibirse, médico de policía.
Retornó a su ciudad natal para ejercer la especialidad de Cirugía General y Proctología.
Escribió para publicaciones locales y provinciales (“Borrón y Cuenta nueva” de la ciudad de Concepción del Uruguay, “Diario El Heraldo” de Concordia). Participó en programas radiales y televisivos.
Dirigió la Revista “Medicina de Concordia”, órgano de difusión científica y cultural de la Asociación Médica de Concordia.
Participó y obtuvo el primer premio del concurso “Anecdotario médico”, de la Fundación Givré, en la ciudad de Buenos Aires, en los años 1987, 1988 y 1989.
Ha publicado “Proctohistorias” (1991), “Mi tiempo y la memoria” (1997), “Una vida de médico” (1999), “Monólogos inquietos” (2001) y “Calles de ripio” (2004).
Actualmente reside en Buenos Aires. Es socio fundador del COMAE (Comitè de mèdicos artistas y escritores) de la AMA (Asociación Médica Argentina).
Continúa colaborando en publicaciones de su ciudad natal.

Viñetas de la vieja Concordia (de Calles de ripio, 2004)

Persianas

Vida pueblerina. Todos viven pendientes de todos. Como todo es opinable, todos opinan y todos juzgan. Ensalzan poco y lapidan mucho. Los juicios son inapelables y las faltas “morales”, las preferidas. Infidelidades, embarazos a destiempo, faldas cortas, pantalones ajustados. “No se còmo se los ponen!”, comentaba mi tìa Yolanda.
Con el tiempo se perdiò el encanto de “bichar” por las mirillas de las persianas balconeras, detalle de la parte movible que por medio de una palanquita podìa abrirse, cerrarse y graduarse a voluntad, acorde a la visiòn, y entusiasmo de la vecina o a la intensidad de los rayos solares que las siestas entrerrianas lo hacen agresivo. Se comentaba en el barrio que Doña Neca aceitaba su mirilla periòdicamente para no delatar su atalaya. La manivela se manejaba con movimientos suaves para no delatar el bunker, habìa toda una tècnica delicada a seguir.
Celosìa, elemento clave de balcones de mi tiempo: por èl no se miraba, se bichaba. Se veìa sin ser visto, (manejada con maestrìa). La mirona estiraba el cuello a lo Nefertiti y sacaba la cola como la Pradòn.
_Cuàntos descubrimientos!
_Què hace con la jarra en la mano, la petisa Maruca si el lechero ya pasò?
_Mirà la mosquita muerta, quièn lo hubiera dicho, y el pobre marido trabajando todo el dìa!
_Mirà la Nenè, la hora de barrer la vereda!, està esperando algo!
Las mujeres de los ferroviarios corrìan con ventaja, oìan el pito, (de la estaciòn) y se metìan en sus casas.


Sillas en la vereda

En cada uno de nosotros existe un mundo poblado por nuestros muertos, donde ningùn extraño puede llegar. Refugio que nos une al pasado y nos mantiene vivos, mientras deambulamos por sus laberintos.

Recorrer lugares vividos es revivir. Viajar por el barrio de nuestra niñez y juventud, es retroceder en el tiempo y rescatar el pasado. Contemplar viejas casas todavìa en pie, y olvidadas. Ver el mismo almacèn de los catalanes, en Còrdoba y 9 de Julio, con sus puertas abiertas de par en par. El mismo olor a yerba, y bacalao, en Semana Santa. El aroma del pan recièn horneado en “La Española” y el ruido del enganche y desenganche de vagones en la estaciòn. El eterno compàs del Molino Rìo de la Plata, que de tan rìtmico y eterno nadie lo escuchaba, pero el dìa en el que parò, todo el barrio oyò su silencio. Silencio desgarrador, cuando la piqueta convirtiò su mole en una pila de escombros, acabando con la esperanza de un posible retorno.
La alfombra de asfalto enmudeciò, el ruido inconfundible del coche de plaza de Don Andrès, sobre el ripio mojado en dìas de lluvia o despuès de pasar el camiòn regador en las tardecitas de verano.

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Va cayendo el dìa, y las sombras se hacen màs largas, las piedritas del ripio van mostrando las suyas dando un brillo especial a la calle 9 de julio. Pasa la regadora, primero fue un solo cubo de chapa sobre un eje con dos ruedas tirada por dos mulas; pero llogò el progreso y el municipio comprò camiones regadores que la poblaciòn jubilosamente se acostumbrò a ver.
“Què maravila!” comentaba la abuela_”lo que es la modernidad!”
El olor a tierra mojada, por simple acciòn emotiva, amainaba un poco el intenso calor, y asì la noche parecìa màs fresca. Y venìa la ceremonia despuès de la cena, donde comenzaban las sillas y sillones a salir de los zaguanes hasta la vereda, y la cuneta si la familia era numerosa. Nadie querìa molestar al paseante obstaculizando el paso. La nociòn de respeto y de buen vecino, no se dejaba de lado.
Los primeros en salir miraban a todos lados, listos para saludar a quienes ya estuvieran ubicados. El tiempo, siempre fue un tema apropiado para comenzar un diàlogo. Despuès se hablaba en voz baja y nadie molestaba a nadie. Alguna matrona hacìa alarde, casi sin quererlo, con un abanico, que tal vez ella misma trajera de España, o heredado de algùn antepasado, o, a falta de tant fino detalle, lo supñìa con una pantalla de cerveza Quilmes o de “Tienda Ciudad de Messina”; cartones con un palito para tomarlo y apantallarse. Asì veìan pasar “la bañadera”, de la empresa Simonetti. Un enorme òmnibus descapotado, utilizado màs como paseo que como medio de transporte. “Si te portàs bien, te doy una vuelta en “bañadera”. _Extorsiva promesa que muchas veces se le hacìa a los niños.


Las tìas

Tener tìas es algo obvio, como sufrir calor en el verano y frìo en el invierno. Las mìas eran muchas y en cantidad y variedad tipològica. A todas las quise mucho, me dejaron dulces recuerdos, pero algunas grabaron huellas profundas en mi memoria, por sus dotes singulares y sus modos de ser.

Las veces que la tìa Carmela salìa por el vecindario, para hacer visitas, lo hacìa llevando una bolsa doblada de la mejor manera, sin que se hiciera notoria su tenencia; “por las dudas y me regalan algo”, decìa. En el campo era comùn que las visitas salieran de la tertulia con unos huevos recièn sacados del nido, los primeros tomates de la huerta o un litro de leche recièn ordeñada.
La tìa dejaba por toda la casa su fragancia, màs que penetrante, desgarrante... de cosmèticos y pintarrajeos. Tenìa una bondad y una tosquedad innatas, mereciendo el perdòn por sus falencias y extravagancias. toda la familia tomaba con benevolencia esas licencias conductales que terminaban siendo jocosas.
Fue una adelantada del movimiento kitsch, aunque no lo supiera nunca.
De una concepciòn estètica tremendamente personal, sin consideraciòn a la realidad circundante ni prejuicio que la inhibiera. De una libertad absoluta, no copiaba ni sacaba ejemplos de nadie, porque en su barrio nadie se vestìa o maquillaba como ella. Despuès, en el transcurso de los años, visitando museos del mundo, la asociaba con Chagall y Mirò. En esa època ignoraba que existìan, despuès, volanteando, en exposiciones del Pompidou, o en el Reina Sofìa.
La tìa Carmela tambièn curaba orzuelos por simpatìa. El tratamiento consistìa en hacer venir al paciente a su casa, en ayunas y con la cara sin lavar. Lo llevaba del brazo hasta un mortero que decoraba un rincòn del patio trasero a la sombra de un gomero, y le ordenaba al “paciente” hacer tres veces una reverencia diciendo:”Buenos dìas, señor mortero.” Nunca supe los supe los resultados de tan original terapia.

Su hermana, la tìa Rosario, era algo menor, con una luxaciòn cogènita de cadera, que marcò toda su vida. Quièn sabe còmo fue sacada del vientre materno, a principios del siglo XX, èpocas de comadronas y vecinas entendidas, sabedoras por experiencia y necesidad. Naciò en su casa y en la misma donde nacieron sus once hermanos, seguramente en la misma en la que fue concebida. Como si la renguera fuera poco, desde joven comenzò a invadirla una artritis reumatiodea que, con el correr de los años, la fue invalidando. Nunca perdiò su optimismo. “Se inventan tantas cosas”, decìa. “La Virgen me va a ayudar.”
Amaba a los canarios, tenìa una gran jaula en forma de catedral, que cubrìa parcialmente con un lienzo cuando el viento, la lluvia o el exceso de sol o frìo asì lo requerìa. Cuando su invalidez le impidiò tenerse en pie y ya no podìa limpiar la jaula, ni ponerle agua y alpiste, la auxiliaba la tìa Carmela, o quièn estuviese màs cerca. Les enseñaba a cantar frotando un corcho a una botella y no habìa dudas de las exòticas y poco ortodoxas leciones, daban resultados asombrosos.

La tìa Margarita era sorda como una tapia. Tenìa la voz finita. Màs que hablar, chillaba. Abusaba de su sordera tiràndose pedos cuando se le antojaba y rièndose por lo bajo, hacièndose la distraìda, sabedora del papelòn que hacìa pasar a los presentes, porque aprovechaba momentos en que habìa visitas, como una venganza a los normoacùsiticos, a la naturaleza que la privò del precioso don de la audiciòn. Siempre habìa alguien de la familia que tosìa o movìa un sillòn, pero llegaba demasiado tarde y nadie lo creìa. Habìa sido un pedo y habìa dudas.
Tenìa la manìa de la previsibilidad. Escondìa carbòn en el ropero y cuando faltaba en la cocina, por olvido de la abuela, ella acudìa con sonrisa pìcara: “No os preocupèis! Yo tengo.”_ y aparecìa con lo suyo como la salvadora del aprieto. Eso la tornaba “Imprescindible”.
Aragonesa de alma, hablaba como recièn llegada de España. Muy delgada, bajita, y jorobada de nacimiento. Se supo siempre fea. todo hacìa suponer que habìa aceptado su destino, no con resignaciòn. Su rebeldìa le salìa por los poros, sin llegar nunca a la maldad.
Recuerdo cuando mi abuela muriò, la tìa repetìa: “Vivìamos peleando, pero cuànto quisiera yo haber muerto para que ella viviera!"
Y todos le creìamos. Un par de años màs que la sobreviviò, lo siguiò repitiendo.

Encuentro con Baco o mi primer borrachera

Fue en el año 1947.Cursaba mi tercer año de Bachillerato en el Colegio Nacional “Alejandro Carbó”.Y fue en un picnic del “Día del Estudiante”, a orillas del Yuquerí.
Tibio y soleado, feliz gesto de la naturaleza para iniciar la primavera. “Un día peronista”, antipática expresión habitual de la época ,que mis oídos de “contrera” y “vendepatria”, escuchaban con gesto risueño y despectivo.
Día especial para repetir la sempiterna ceremonia iniciática de tirar al agua con ropa y todo al al compañero que se tuviera mas cerca. Juntarse espontáneamente entre cuatro o cinco alrededor del elegido, tomándolo de los pies y de los hombros y “al agua pato”.
Ëpoca machista , con rasgos de tradicional y arraigada cortesía. A nadie se le hubiera ocurrido someter a semejante violencia aunque fueran simpáticas bromas, a nuestras compañeras. En los pícnics no eran muchas. El celo familiar consideraba riesgoso exponerlas a desbordes emocionales.
-¡Juventud, divino tesoro!- , tan vulnerable a tentaciones violatorias a normas morales y sociales de ese tiempo.
La alegría era general, con canciones y gritos, todo era una fiesta. Tan esperada durante todo el año. Los que iban a misa cada domingo, rogaban por el buen tiempo, y las chicas, de paso, por un ansiado permiso para ser de la partida. La euforia puberal salía a borbotones por los poros.
No eran muchos los profesores que nos acompañaban. Siempre los mismos, apoyados por algún celador como Caprio, Simonetti, Cortecia. La Profesora de castellano Blanca Zulema Margarita Folla nunca faltaba, gesto que las chicas agradecían por ser factor determinante e imprescindible para obtener un permiso. No obstante esto, muchas terminaron su Bachillerato sin un picnic en su haber, resignadas a escuchar los relatos al día siguiente, o en recreos, en horas libres. La Srta Folla, mujer delicada, “seria”, confiable para las madres , la mas joven de las Profes en su momento, de rostro dulce, aunque no hermoso, de escultural silueta, típica, a pesar suyo de las “Divito”, tiempos en que todos leíamos “Rico Tipo”. Se ponía colorada, si alguien le sostenía mas de un minuto una mirada masculina, como excusándose de sus atributos.

El “Wincofón” sonaba a todo trapo desde el principio al fin . Tangos, pasodobles , foxtrox y algún chamamé con sapucay incluído,donde algún “mamau”, que nunca falta, da rienda suelta a su ancestral instinto telúrico. Periódicas pausas para volver a escuchar y desgañitarse “La marcha del estudiante”.
Nunca dejaba de acompañarnos el Dr. “Buho” Garasino; Profesor de Lógica, solterón, galante, enamoradizo; tendencia captada por la suspicacia de los estudiantes, que lo respetábamos y queríamos, sin desperdiciar oportunidades para gastarle bromas, como cambiar de su lugar de estacionamiento a su Ford A. El nunca se tomó revanchas, y seguía con sus silogismos e historia argentina, que nada tenía que ver con su materia. Hábil y sabiamente nos hacía meter en tema, en grupos de discusión entre “rosistas”, “urquicistas”, “jacobinos “ y “carbonarios”, que se continuaban en su casa, donde nos invitaba a incursionar en su rica biblioteca.
Su ligera tartamudez se hacía mas notoria en algunos estados emocionales, como aquel día en el picnic, que a los empujones lo obligamos a sacar a bailar a la Folla, que roja como un tomate se resistía. El “Buho” se descontrolaba, parecía olvidar los principios de la Lógica, por él enseñados, aún sabiendo que tendría que ceder. Hablaba atropelladamente , abriendo mucho la boca, parecía dar tarascones a las palabras. Sus labios brillaban porque en el apuro dejaba escapar saliva por las comisuras y gesticulaba apoyando su discurso.La Folla y el Buho, apodos, llenos de ternura, que el tiempo agranda, más allá de su aparente falta de respeto que nunca iban más allá de la “delgada línea roja”

*
Improvisados partidos de fútbol y truco, y a pesar de que el Flaco Rebot estaba entre nosotros nunca se le ocurrió llevar su juego de ajedrez, por miedo a que le patearan el tablero.
-Excursiones por el monte, por supuesto amor a la naturaleza. Juntar hojas para el herbario, los de 1er. Año, pensando en nervaduras , peristilos y corolas;juntar bichos, en la jerga estudiantil, los de cuarto, o insectos como corregía e insistía el Dr Scharn, al mencionar dichos especimenes. A fin de año entregar el insectario como prueba final en su materia.
Y en la espesura del Yuquerí se perdían en pequeños grupos o en parejas, con caras de “Yo no fui”, ocultando aviesas intenciones. Al evocar esos tiempos, coincidentes con mis lecturas juveniles, surge a mi memoria Jack London, con “Los tramperos de Alaska”, pero en estos casos el cazador se internaba en el bosque, con la presa en la mano.Dura lucha con la competencia, los varones éramos muchos mas que la chicas. Sabedor de mis limitaciones, nunca competí en esas incursiones más allá de “los lindes del bosque”, ante compañeros muy pintones, con antecedentes amatorios reconocidos. No era tan tupido el monte, pero nunca faltaba una pareja que se perdía y le costaba retornar por la buena senda, tal vez como en el cuento de Perrault tiraban semillitas a su paso para garantizar su regreso y perversos pajaritos se las comían.

*
No se como ni en que forma me encontré con una botella de Oporto en la mano, y con la irresponsabilidad y afán protagónico adolescente, empecé a empinarle el pico en forma descontrolada y cuando desde el asador llegó el grito de- ¡ acomodarse que están los chorizos!-el grito me llegó confuso porque ya estaba borracho.Miraba a mi alrededor, y lo veía a todos, repetidos, y en aquel tiempo ni se hablaba de clonación.No podia tenerme en pie, gente, monte y arroyo, giraban a mi alrededor, y los vómitos no se hicieron esperar. Le arruiné la fiesta a mi primo Jorge que pasó el día entero velando por mi seguridad. Como todo borracho, digno de su condición, sin maldad, hace todo lo posible para joder a los demás. Gritos y llantos alternados, verborragia pertinaz, con frases sin sentido y a sesenta años de aquel día, sigo sin perdonarme el haberle arruinado la jornada a mi samaritano primo,; y era su último picnic del Estudiante, terminaba su Bachillerato.Me salvó sosteniéndome de la cintura, en mis espasmódicas y casi continuas vomitadas y poniendo fuera de mi alcance vasos y botellas.
La resaca me duró dos o tres días. Si buscaba protagonismo, lo logré. La” hazaña” fue comentada con lujo de detalles en los recreos y en horas libres del resto del año.
Como no fui el único la responsabilidad del papelón fue compartida. A esa edad y circunstancias, deja de ser papelón para ser una epopeya.

Tuve otras borracheras en mi vida, pero por lo iniciática de aquella, nunca la olvido.

Angel Oscar Cutro (2008)

El Petiso Pigüe

Personaje popular, paradigmático en su momento, querido y odiado por todos, en partes iguales.Se pasaba todo el día recorriendo la ciudad blandiendo un palo , (premonición de los piqueteros), El palo era para darles por la cabeza a los contreras, venvepatrias , oligarcas.En realidad nadie lo tomaba en serio, era demasiado grotesco para tenerlo en cuenta. Corría con la ventaja de estar casado con una señora muy respetable de la ciudad y querida por todos , lo que convertía sus amenazas en una simple broma de pésimo gusto. Pero forma parte de las tantas cosas odiosas que recuerdo de mi niñez. Mas adelante, y ya en la Facultad, ese gesto jocoso fue superado en ridiculez, como tener que ponerme de pie al lado del microscopio cuando estaba rindiendo Microbiología, por que eran las 20 y 25, hora en que Eva Perón había entrado en la inmortalidad.
Con la caída de Perón , en el 55, el Petiso Pigüe se retiró a cuarteles de invierno por unos meses para luego reanudar sus caminatas por la ciudad ; ahora sin el palo y a “boca chiusa” y recibiendo los saludos jocosos de aquellos que recordaban tolerantes sus pasadas travesuras. Como changa para sobrevivir o por simple entretenimiento, para no perder su categoría de alcahuete , simulaba ser periodista, recorriendo los sanatorios de la ciudad; pedía leer la lista de internados, ( de personas conspicuas, por supuesto), y publicaba en el diario local mas importante, con algún comentario, el estado de salud de los aludidos, con selecto vocabulario adecuado al caso:_”Sigue siendo de cuidado el estado de Don Rafael Bazarelli,”._ “Mejorando Doña María Amelia Miorano der Succini._ Es algo delicado el estado de salud del Sr. Inocencio Saladini._La Sra. Matilde Zuloaga de Urdapilleta dio a luz una hermosa bebé que llevará el nombre de Violeta.”_
Hoy, en la distancia, que todo lo pule y dulcifica, recuerdo aquellas travesuras del inofensivo Petiso Pigüe.

Angel Oscar Cutro (2008)

El padre Leoncio

Un muro de ladrillos, sin revocar, separaba los fondos de las dos casas y un portoncito de madera reseca y descascarada permitía que Ema y Amparo cruzaran a diario para intercambiar chimentos o platos de comida con que ambas competían, para mutuo lucimiento. Recién llegados de España, Doña Amparo y Don Manolo Gonzalez, hallaron en ese muro y en el mínimo portón, la cálida entrada a su nuevo mundo en los brazos amables, generosos de Ema y Pancho; suavizando añoranzas que hacían menos dolorosos los recuerdos de Lobanamoura, en su amada Galicia.
El Padre Leoncio, sobrino de los González, era Profesor de la Universidad del Paraguay. Leoncio viajaba con frecuencia hasta Rosario para visitar a sus tíos; respondiendo “el llamado de la sangre”, como él decía. Según Ema, estimulado por la sangre y la presencia de su prima Marta, galleguita de 25 años, cargada de atributos y con mucho “salero”, ( yo pienso que llevaba toda la vajilla encima), convirtiendo tal vez el llamado en alarido.
Marta volcaba desinhibidas muestras de cariño hacia su primito “pintón”, treintañero, cultísimo, con encanto y seductor!, sin esfuerzos.
Nuestro amigo común, Pancho, era entusiasta de tertulias gastronómicas con gente interesante como Leoncio o Don Juan, el violinista jubilado del Colón, dato, remarcado y comentado por Ema. Nunca lo vimos tocar el violín, pero sí comer como un desaforado todo el tiempo que duraba la visita.
Nos reuníamos los domingos al mediodía, con sobremesas largas, temas varios y sin apuros. Pero Don Juan estaba desde las 10 de la mañana, sentado bajo el parral de la casa de Esmeralda y La Paz, “picando” con vinito blanco, lo que había quedado de la cena del sábado: salames, aceitunas, sardinas, palmitos, cholgas y todo lo que cayera bajo la cuchilla del abrelatas.
El Padre Leoncio era conocedor de todo, poseedor de una vastísima cultura y un polifacetismo inigualabes; era un estudioso, reconocido por su talento, y según él, la Universidad lo había facultado hasta para leer los prohibidos libros marcados por el Index de la Iglesia. Su liberalidad para abordar cualquier tema inspiraba para que cualquier interlocutor se sintiera cómodo. Nunca lo vimos de sotana; apenas lucía a veces el cuello blanco con saco negro, demostrando que era cura. La opinión de las mujeres era homogénea en cuanto a los rasgos naturales de belleza masculina, convertido según ellas, en injusto desperdicio y burla de Dios; según Ema, para poner a prueba la concupiscencia femenina, tan acechada por el demonio. Era un hombre comprometido con Dios, estudiaba las ciencias que sus superiores le demandaban, leía mucho y gozaba de autorización para incursionar en Parapsicología, (cuestión que a la Iglesia parecía interesarle, de allí su dedicación a ello). Lo marcaba sin cesar, con énfasis, como para evitar malos entendidos. Quien más lamentaba estos mandatos y su condición era sin duda su prima Marta.
Yo también incursionaba en esos tiempos sobre Telepatía, Telekinesia, sin fundamentos apropiados, que él supo brindarme.
En una de esas veladas se abordó el tema de la Transmisión de pensamientos. Como es común sobraban anécdotas y cada uno aportaba al grupo casos propios o ajenos.
Con la autoridad que le daba su jerarquía y sapiencia, el Padre Leoncio dirigía las reuniones, y en ésta sobre todo, propuso un juego que le resultaba interesante y lo practicaba con la frecuencia que la ocasión le brindaba.
Parecía un show, pero él le imprimía la seriedad de sus actos; hasta nos decía que le acumulaban datos para sus apuntes experimentales.
Nos hacía quedar a todos reunidos en el comedor de Ema, atiborrado con muebles antiguos, adornos, vitrinas repletas de cristalería y bibelots, (seguramente, muchos de ellos, regalos de casamiento que Pancho y Ema recibieran 50 años atrás). Leoncio se iba al patio.
La consigna nos había sido dada: cada uno, puestos de acuerdo, debía concentrar toda su energía y pensamiento en un objeto determinado que alguien elegía al azar. El objeto debía estar al alcance de la vista de Leoncio cuando volviera a entrar.
Con poca vacilación, terminaba dirigiéndose al objeto elegido, y por supuesto, (lo sabíamos), transmitido en forma telepática.
Mi mujer temía a esas pruebas esotéricas; no había mayor conjunción con la mente de Leoncio.
Los resultados eran variados y, en prácticas individuales, cuando la experiencia era entre Leoncio y yo, (cualquiera fuese la misión, emisor o receptor), había un 90% de resultados positivos.
_“A veces me encuentro con un muro infranqueable”, decía.
Conmigo no, curiosa coincidencia entre un cura católico y un agnóstico kantiano. Pero yo creía que todo era posible, siguiendo la premisa de “uno nunca sabe!”
Narraba sus fracasos; no siempre las personas le eran totalmente receptivas. Risas de histérico entusiasmo, disfrutábamos de la experiencia, pero se confesaba un mal disimulado temor en el ambiente.
Nadie salía convencido de nada. Pero todos gozábamos de esos encuentros.
Martita no intervenía_ “Me dan miedo esas cosas…”_ ; pero siempre buscaba un lugar, pegadita a su primo Leoncio, con el rostro encendido de un rojo inexplicable si uno no conociera la atracción que ejercía sobre ella. Tal vez buscaba protección divina.
Sorprendía a mi mujer, a veces barriendo la vereda, en sus múltiples pasadas por el barrio; y, al verlo, ella se escondía en la casa como movida por un resorte. _“Este hombre te lee los pensamientos”, argüía; no convencida pero…

Ese personaje, entrañable pasó por nuestra vida, sumando dudas, certezas, ansias de búsqueda. Curiosidad que nos acució siempre, y lo recordamos como movilizador de muchas lecturas, conferencias, puestas en común sobre esos temas.

Fue un poco un maestro ocasional que hallamos a la vera del camino.

Angel Oscar Cutro (2006)

El gendarme

Todos los días lo vimos pasar por la vereda, frente a la casa de la abuela Petra. Sentados en el umbral nos parecía muy alto, bastante morocho, levantados sus pómulos, con aire aindiado y con pinta de Jack Palance; prototipo del villano de película; nos hubiera perecido a Atila si no fuera tan alto. Tal vez nunca se fijó en aquellos gurises que lo veían pasar. Su gesto era fiero. Mas que pasar parecía desfilar por la vereda con su uniforme verde, golpeando fuerte los tacos, haciendo sonoro y rítmico su andar con impertinente gesto irónico y siempre mirando hacia delante. Nos pasaba casi rozando ,pero nunca se dignó mirar a esos gurises , como si no fuéramos dignos de su atención , detalle que aumentaba nuestra inquina..Eramos los 5 o 6 integrantes de “ la barra de la esquina”; casi todos hijos de ferroviarios. Los de aquellos que ocupaban puestos jerárquicos , eran antiperonistas,los de menor jerarquía, todos peronistas .Maniqueismo de la época..Se era peronista o antiperonista.,diferencia que nunca empañó nuestra amistad. Por el gendarme compartíamos in sentimiento común: miedo y odio.Yo, como “ contrera”, lo tenía muy claro. Relacionaba todo lo uniformado con el peronismo y eso ya era suficiente para emitir juicios .Los únicos uniformados que me resultaban simpáticos eran los del Ejército de Salvación, que los teníamos en el barrio, el cadete de Gath y Chavez y el acomodador y chocolatinero del Odeon.En el barrio se rumoreaba que el gendarme de esta historia le había puesto el caño de la pistola en la boca de un chico por que no quería gritar -¡Viva Perón!- y que intencional o no el tiro había salido matándolo en el acto.El ambiente político de la época hacía creible semejante versión por mas irracional que fuera..Formaba parte de los miedos cotidianos.Nunca supimos que había de cierto en aquella historia , pero con ella nos quedamos y con el miedo consecuente.
Cincuenta años después , este gurí volvía a Concordia con su flamante diploma de médico y a casi 20 años de la caída de Perón ,allá en el 55.Aquel temible gendarme con estampa de S.S había quedado sepultado entre los tantos recuerdos de mi niñez.. Un día aparece en mi consultorio , ya con cara de viejo. Tantos años pasados habían borrado aquel gesto fiero, haciendo de él ,solo un anciano feo.
Hemorroides de vieja data con fluxiones periódicas motivaron su consulta, que se fueron repitiendo y cada vez el vínculo afectivo se hacía mas estrecho. Charlando lo”llevé” al pasado, a nuestro viejo barrio de la Estación Urquiza, donde vivíamos.Me aseguró recordar a los chicos sentados en el umbral del zaguán de la calle 9 de julio, pero fue por cortesía, no queriendo desinflar mi globo de nostalgia que pudo ver en la expresión de mi cara. Me contó que tenía una hija y un hijo casados, que habían mitigado su viudez dándole un nieto cada uno. Ya hacía algunos años que había muerto su esposa._ Nunca me pude consolar._ me repitió muchas veces .Con el tiempo, toda la familia pasó por mi consultorio por diversas afecciones creándose entre nosotros un sentimiento donde los temas iban mas allá de lo estrictamente profesional.
-¿ Sería cierta la versión que en aquellos años corría por el barrio?.-Prefería creer que aquello no ocurrió, que era obra del encono que en ese entonces enturbiaba nuestro juicio.
Operé sus hemorroides a ese viejo gendarme.-¡Ironías del destino!.-Tanto miedo le teníamos y después con que mansedumbre , en posición de” plegaria mahometana” se sometía a mi profesional tacto rectal., algo impensado, tal vez, si conservaba algo del machismo peculiar de cualquier integrante de las fuerzas armadas.

Angel Oscar Cutro (2008)

El cumplimiento

Acostúmbrate a escuchar con atención lo que te dicen y a internarte cuando te sea posible, en el habla del que habla contigo.
(Marco Aurelio)

El cumplimiento

Cuando Matías, mi hjo menor, quiere referirse a alguna persona de modesta condición social, con su natural candor infantil dice: ”Es como los pacientes de papá.” Generalmente, los niños y los locos son veraces. Despojados de los compromisos de los adultos, no les importa ni conocen todavía el valor estratégico de la mentira.También suele agregar: “Ninguno va al Club Progreso.”
El paciente que entró ese día al consultorio estaba encasillado en tal especie. Al abrirle la puerta se metió derechito y sonriente, muy suelto de cuerpo, como si nos conociéramos de toda la vida.
Desbordaba pulcritud con su nuevita bombacha marrón, todavía con olor a estante y marcas del doblado del almacén de ramos generales donde seguramente la había adquirido; últimas reliquias camperas que los supermercados van tragando aceleradamente. Bombachas batarazas, fuentones, arados de mancera, monturas, cocinas marca “Isthilart”, de las llamadas económicas, que ahora, al precio de la leña, ya no lo son tanto; piezas sueltas de molino “Guanaco”, palas, azadas, y una bolsa de mates en el suelo, que siempre algún distraído patea al pasar.
Él mismo me ganó de mano y cerró la puerta. Las alpargatas negras de vira blanca amagaban patinar en el piso encerado. Pensé decirle a Lucía que no se esmerara tanto en lustrarlo.
Piel tostada y edad indefinida, irradiaba bonanza y simpatía. No necesitó mucho estímulo para ir desgranando el motivo de su consulta. Las manos y la lengua competían para hacer más expresivo su discurso. Le indiqué que se acostara en la camilla, así nos entenderíamos mejor. Al menos, de esa forma se clarificaban los roles y se pondría en claro quién llevaba la batuta.
Tenía en mis manos la ficha clínica encabezada por mi secretaria con los datos personales. No hay nada mejor para entrar en ese “raport” necesario que nombrar a la gente por su nombre. Siempre es música agradable para sus oídos. El dato de la edad queda reservado para mí si se trata de pacientes mujeres; puede que a ella le mientan.
-Muy bien, don Sixto. Cuénteme qué le anda pasando_ dije.
-Mire, doctor. Me duele aquí._ Contestó presuroso._ Ocasiones me retenta en el umbligo, agarra pa´la encordera, donde me apareció un agallón, y va y termina en el cumplimiento. Disculpe, doctor, le digo en confianza y perdone, total estamo´entre hombres, pero cuando hago uso con la patrona, me duele demá.
Mientras, miraba de reojo a su alrededor, asegurándose de que estábamos solos.
Nacido y criado yo mismo en el campo, capté el mensaje, salvo la última parte: el cumplimiento. ¿Se estarían volando las páginas de mi diccionario telúrico? Sin que se lo indicara, el paciente ya se había bajado sus ropas hasta descubrir la pelvis.
En realidad, lo que tenía el buen paisano era una hernia inguinal derecha. Esto merece una traducción.
Don Sixto me describía un dolor que comenzaba en el ombligo, se propagaba a la fosa ilíaca derecha. En la región inguinal del mismo lado, él notaba un bulto que le llamaba agallón porque pensaba que era un ganglio.
Hasta ahí yo iba bien, entendía perfectamente lo que quería decirme. ¡Pero el dolor terminaba en el cumplimiento! Y con tosco dedo de aspecto peneano, me señalaba justamente su órgano procreador, curtido y tostado como el propio rostro de su dueño, a pesar de que_ obviamente_ lo tendría siempre a la sombra. ¡Con qué candor me había resumido, en pocas palabras, todo su problema!
La fresca comicidad de mi relato no merma mi respeto hacia aquel hombre que, con tanta naturalidad y precisión, describía sus síntomas. Con qué facilidad suplía su escaso y poco erudito vocabulario. El cumplimiento era la palabra clave y, al principio, la incóngnita para mí. Me pareció que el término no tenía sentido. El cumplimiento… ¿Para cumplir con qué? Luego encontré la razón, y lógica por cierto. Era para cumplir; para cumplir con su esposa, con los deberes de marido o de pareja. A lo mejor no eran casados y sólo “juntados”. El cumplimiento era el pene. Era con lo que él cumplía con la patrona.
Para el que no conoce a fondo al hombre de campo y su entorno, podrían parecerle neologismos o palabras sin sentido. Sin embargo, muchos de estos términos son resabios del viejo español. Algunos arcaísmos y otros que, si bien no son tales, van cayendo en desuso.
El campo siempre va a la zaga de la ciudad. La moda también influye en el lenguaje. En ésta, los cambios se hacen más rápidamente; en el campo se siguen usando términos y palabras que en la ciudad ya pasaron al olvido, generalmente reemplazados por extranjerismos. El aislamiento relativo hace que el vocabulario familiar se vaya heredando y conservando más tiempo en el diálogo cotidiano de la familia campesina.
Un vistazo por el diccionario Espasa nos dice que retentar es producir o volver a comenzar la enfermedad que ya tuvo. Encordera viene de cuerda; en algunos problemas inguinales, como hernias atascadas, cadenas ganglionares, al tocarlas se asemejan a una cuerda, y de ahí ha quedado tal nombre. El agallón es una cuenta de plata hueca de algunos collares que usaban las aldeanas españolas o posiblemente recuerda las agallas, excrecencia redonda que se forma en los árboles por la picadura de ciertos insectos. El hacer uso no es privativo del hombre de campo. También en la ciudad el poco culto lo utiliza; se refiere a tener relaciones sexuales, hacer el amor. Sin duda revela inconcientemente el machismo latino; hacer uso de la mujer y no considerar esa sublime unión como algo de mutua participación y entrega entre dos seres del sexo opuesto.
A don Sixto lo operé de su hernia al poco tiempo. Nunca más volví a verlo, pero él quedará siempre en el archivo de mi memoria.

Angel Oscar Cutro (1999)

El bar de Don Jaime

De Don Jaime nunca supe su apellido, ni lo consideré un dato de importancia.
La entrada del bar daba a la calle Dorrego, frente al portón principal de la Jefatura de Policía de Rosario. Lugar de tránsito obligado para el personal a cumplir sus tareas y público para tramitar documentos de indentidad. También importante para don Jaime, porque por ese portal pasaban a fin de mes los policías con el sueldo en sus bolsillos. Muchos compartían un trago con sus camaradas antes de regresar a sus hogares; pagaban las copas adeudadas durante el mes o saldaban algún préstamo, porque Don Jaime era también un pequeño banquero. Prestaba sin interés, o el único interés deseado era que parte del préstamo terminara en su bar. El mes no es igual para todos y él ayudaba a llegar al 31 a los que se quedaban cortos. No hacía firmar ningún papel que certificara su deuda y se jactaba de que nunca nadie lo engañara, declaración que recalcaba de vez en cuando con orgullo, con la parsimonia, pausas y énfais que sólo un español puede dar a su discurso; levantando el mentón, sacudiendo insolente su mantecosa papada y apuntando hacia arriba su índice derecho para dar firmeza a sus palabras, tal vez emulando a Don Emilio Castelar.
Don Jaime era mallorquino; me lo marcó el primer día en el que entré en su boliche, contestando apresurado a mi pregunta de novato que quiere congraciarse con su interlocutor demostrando interés por pura cortesía.
_“¿De qué lugar de España es usted?, porque yo soy nieto de gallego y madrileña”, _ dejaba en claro mi posición, orgulloso de mi ascendencia y de tener ambos algo en común.
-“Jaime, como mi rey.”_ continuaba exultante, se refería a Don Jaime I de Aragón, conquistador de Mallorca allá por el año 1203.
Mientras me contaba esto llamó a su hijo, un gordito diligente que oficiaba de camarero, dejando bien en claro haber aprendido las lecciones histriónicas de su padre en la atención a los parroquianos. Transitaba esa edad indefinida en la que se deja atrás la niñez y se entra en la adolescencia, con granitos en la cara, acné juvenil que certificaba su condición. Su nombre era Manolo. Fiel estampa de lo que seguramente había sido su padre a esa edad. Se movía con agilidad y rapidez a pesar del notorio sobrepeso, manejando pedidos y números con eficacia heredada.
Las mesas del bar se llenaban los días de cobro, y el dominó y el truco daban pretexto a policías jubilados para seguir frecuentando el lugar, añorando y aferrándose a un pasado. En todo jubilado hay un nostálgico que olvida los sensabores que muchas veces sus tareas cotidianas le traían, para seguir hablando de “los buenos tiempos”.
Queso, milanesas picadas, aceitunas y mortadela era el único menú de las mesas apretadas del local. Sus tablas, grasientas y lustrosas por el apoyo y roce de tantos codos, atestiguaban el sempiterno repertorio alimenticio al colmar a veces los platillos en que venían servidas. Sólo yo me daba cuenta en mi condición de debutante y nunca olvidé el tufo de los ingredientes que regaban con cerveza, moscato o el emblemático “Amargo Obrero”. También huelo la humedad de una mancha enorme tapada con mapa de contornos imprecisos en la pared que daba al baño. Nunca descubrí ni pregunté datos de su identidad geográfica. Lo suponía legado por el mismo Piri Reis.
Micuod, Ariagno, el Negro Sosa_ peruano estudiante de Arquitectura que con los años llegó a ser Jefe de Planeamiento. Torres se comía las milanesas arrugando la frente y la nariz, insistiendo en que tenían olor a kerosen. Todos agudizábamos el gusto y el olfato, sin que nadie lo apoyara, pero sembraba la duda. Seguía comiendo y el comentario era repetido en el próximo encuentro. Su observación ya era un clásico.
De lo que nunca dudé fue del paso obligado de las milanesas por aceite milenario. Me parece escuchar el chirrido de frituras que llegaba al boliche por la puerta entornada que daba a la cocina.
Bajaba el bar su cortina verde a la 1 de la madrugada, y a las 6 el estridente ruido metálico, inconfundible, se hacía notar más en el silencio del despertar rosarino, indicando que Don Jaime comenzaba la función.
Tomaban el desayuno los que entraban a las 7 y los habitués de paso, cargando algunos su “Amargo Obrero” y continuando su camino.
Otros que recalaban eran los empleados de Tribunales, que se levantaba a cien metros de la Jefatura de Policía.
Don Jaime sabía todo lo que ocurría en la repartición. Conocía con detalles pases y traslados y hasta los jueces de turno.
-“A Pierini lo pasaron a la segunda, es una seccional de lujo…, están todos los locales nocturnos, la “timba” y otros “curros”. Leguizamón de Robos y Hurtos pasó a la 22; después del secuestro de cubiertas quedó mal parado. Dicen que el Gobernador Silvestre Begnis llamó a Maldonado; lo quiere en Jefatura y se lo lleva a la Secretaría de la gobernación.”_ Jaime no dejaba de servir a su clientela, ni paraba de hablar.
Notoria era su ubicuidad. Estaba con todos y en todo y nunca se le caía el escarbadiente de la boca. Lo movía de arriba abajo como la verga de un bajel en mar agitado. Yo me preguntaba cuándo escupiría uno para reemplazarlo por otro.
¿Cuándo fue el día que pisé por última vez el bar de Don Jaime? No importa. Nunca olvidé su figura vulgar y mantecosa que inundaba el bar, ni el piso de baldosas coloradas, oscurecidas por la grasa y la mugre. Ausencia de jabón y acaroína. Escaso el tiempo de cortinas bajas para la limpieza, tarea de la mujer de Don Jaime_ muy gorda y con eterno problema de sus piernas, nos contaba su marido cuando la ocasión se daba_. Era un comentario innecesario al ver su andar laborioso y pendulante. Amparo se movía dejando ver sus enormes piernas varicosas en el corto espacio que había desde el piso del bar y el borde su batón.
Rosario de mi juventud. Feliz capítulo de mi pasado. Nostálgico recuerdo en la geografía de alguien que se detuvo y siguió su camino.

Angel Oscar Cutro (2006)

El almacén de Mario Gatti

El almacén de Mario Gatti era el punto de referencia de la zona.
Las cosas y las casas estaban antes o después del almacén de Mario Gatti. El número telefónico, “35 Viñas”, fue por mucho tiempo el único salvavidas del lugar.
Personaje singular, cacique de barrio y caudillo radical, el boliche de Mario se convertía en comité en épocas de elecciones. Recuerdo manotear cocardas de Tamborini-Mosca en cajas vacías de jabón Federal, allá por la década del 40 cuando se enfrentaron con los “lomos duros”, Radío-Medina, como se les decía a los Conservadores del Partido Demócrata Nacional, para la Gobernación de Entre Ríos. Saliamos en tropel con otros gurises “radichetas” en tren de provocación, tirando pedradas en los techos de los Morenos, Adente Pepe Tabella, todos “Lomos duros” de vieja estirpe; pero no provocabamos a los Navones, que eran muchos y grandotes. Inocentes patoteadas juveniles que pasaban al extinguirse la esfervencencia electoral.
Mario Gatti era delgado, un poco cargado de hombros y transitaba la cincuentena. Para los chicos es difícil determinar la edad de los adultos. Cuando se hizo cargo del almacén tenía 22 años. Caminaba con pasos cortos y rápidos, usaba siempre bombacha angosta con la presilla desprendida que cubría en parte la bira blanca de sus alpargatas negras. Lo recuerdo en mangas de camisa, su cabeza cubierta por una descolorida boina negra, a pesar de su vieja raigambre radical; las veces que se descubría para rascarse la nuca ordenando sus ideas, dejaba al descubierto sus escasos y canosos cabellos achatados; entrecerraba los ojos, como buscando recuerdos cuando charlaba con los parroquianos o atendía a los viajantes. Hablaba a los gritos como si estuviera enojado, hábito común en el campo donde la voz se pierde en los espacios abiertos. Amigo de hacer bromas, a veces de grueso calibre y en tono sobrador; nunca ví que alguien se le enojara. En muchas madrugadas le golpearon la ventana de su dormitorio para que Mario llevara al médico y a la partera; y sacaba su flamente Plymouth azul para hacerse cargo de la situación.
Su almacén era el punto de reunión del vecindario. Pegada a ella estaba la peluquería de Salvador Marcogiusepe y una de las carnicerías de mi padre. A un kilómetro se hallaba nuestra casa, que para mis ojos de niño me sabía a lejanías.
A un costado del almacén y usurpando la calle había instalado la cancha de bochas, con su clásico marcador de tantos con sus dos palitos para indicar el puntaje de lisas y rayadas, gentileza de Lusera, bebida que no faltaba en ningún boliche de la provincia. El trueno de los bochazos anunciaba por las tardes la actividad deportiva.
Los domingos y feriados la concurrencia aumentaba. A partir de las diez de la mañana empezaba a caer la gente, a los habitué se les agregaban aquellos que aparecían únicamente los feriados; algunos, de barrios alejados.
Entre bromas y floreos surgían los desafíos. Mi padre no era malo para el “arrime” y casi siempre hacía yunta con Salvador Marcogiusepe, excelente “bochador”.
Me gustaba ver a mi padre en posición “firme”; con la zurda mantenía la bocha a la altura de los ojos, luego se iba inclinando hacia adelante sin doblar la rodilla y cuando parecía ya caerse, más o meneos a los cuarenta y cinco grados, tiraba el bochazo; generalmente certero. La elegancia y agilidad de sus movimientos parecían desmentir los cientoveinticinco kilos que pesaba. Eran una fiesta para mis oídos los comentarios dicharacheros y el tono musical bien entrerriano que ahora, con la distancia que ponen los años, se me hace más notorio y pintoresco.
Salvador era un solterón_ viejo amigo de mi padre, compañero de aventuras en sus años mozos_ de una gran timidez, delatada por el rubor de sus mejillas cada vez que hablaba con una mujer. Había tenido la honorífica misión del pedido de manos en forma oficial, según costumbre de la época, cuando los que serían mis padres comenzaron su noviazgo.
Pero su tarea iba más allá del corte a lo Humberto Primo o a la americana; llegado el momento era el desollador de cerdos en las matanzas anuales. En la vecindad nadie pensaba en otro que no sea él, por su indiscutible idoneidad y buena disposición para la “gauchada”. ¡Cómo manan la sangre, cómo grita y se defiende el animal! Gritos que parecen humanos y que a mucha gente les resultan intolerables mientras cambian de tonos a medida que la vida se escapa por el torrente de sangre; cómo se convulsiona y patalea. Años después, al leer “El matadero” de Esteban Echeverría, veía en aquellos cerdos a la víctimas de la Mazorca. Salvador tenía gento adusto y, abocado a esa tarea, se lo veía más “fiero”. Veía sus cejas más pobladas y más negras y más profundas las arrugas de su frente. Sus brazos velludos, con su camisa arremangada hasta cerca de los hombros; dos gigantes ases de bastos de barajas ordinarias como las de la mesa del truco del almacén de Mario. Salvador hablaba poco y, entregado al ritual de la matanza, no hablaba nada; era un sumo sacerdote cumpliendo con el ceremonial del sacrificio de una antigua religión pagana. Conociendo su grado de instrucción y conocimientos sé que nunca se enteró que lo que estaba haciendo era repetir una antigua ceremonia tan vieja como el mundo, con su falso cuchillo de obsidiana.

Y el truco era la otra animación en el boliche de Mario. “Cuarenta cartas gracientas”, como dice Borges. No se qué parámetros usaba Mario para declararlas inservibles en algún momento y proceder al recambio, evitando las posibles cartas marcadas que seguro romperían la armonía y buenas relaciones entre los parroquianos. Barajas ordinarias con sus caballos panzones; burdas imitaciones tal vez de aquel que montaba “El príncipe Baltasar Carlos”, pintado por Velázquez y que viera años después en el Museo del Prado. Ases de bastos grotescos que más parecían piernas gordas de viejas varicosas.
Todavía conservan mis oídos los diálogos floridos, las pícaras mentiras de los envidos, los versos del que ligaba una flor y alguna escupida rápida, verde por el mate o marrón por la mascada, que sonaba como latigazo sobre el piso de ladrillos que Mario regaba con acaroína por lo menos tres veces al día. El autor de la escupida tenía la delicadeza de desparramarla con movimientos giratorios de su alpargata.
En días de lluvia, sin poder hacer las tareas del campo a la intemperie, la concurrencia aumentaba. Se formaban hasta dos mesas de truco y el olor a tortas fritas se filtraba en el almacén desde las casas del barrio.
Pasaba el tiempo mirando en silencio, embelesado en el espectáculo. Nunca faltaba quien interrumpía su juego para ordenar a Mario que me sirviera una sidrita De Donatis o una naranjada.
Tenía el almacén un largo mostrador pintado de verde. En un extremo descansaba una fiambrera que dejaba escapar vapores de mortadela, salame de Chajarí y queso cabal. Moscas desoladas prendidas a la malla del tejido pidiendo entrada. En el otro extremo, una cubierta de chapa con agujero en el medio indicaba el bar. Debajo del agujero, un balde donde con rápidos movimientos Mario enjuagaba los vasos una y mil veces al día; vasos de vidrio grueso y pesado culo que aseguraban estabilidad ante las temblorosas manos de algunos temulentos; vasos altos, esbeltos, para “Lucera” y los vinos; los famosos “potrillos”; otros más chicos, para cañas, grapas y ginebras. Nunca vi cambiar el agua del balde, tampoco me enteré de infecciones u otras pestes por semejante desaprensión.
Al final de la tarde, cuando las caras de los parroquianos se desdibujaban en la penumbra, Mario prendía con mucha delicadeza su lámpara “Aladino” subido a una banqueta de dudosa estabilidad. Era una luz blanca que no alcanzaba a iluminar todo el recinto. En un rincón y entre bolsas de azúcar negra, se ubicaba un viejito carpidor de las quintas y viñedos. Llegaba ya entrada la noche, saludaba respetuosamente a la concurrencia tocando apenas con la mano el ala del sombrero; pedía una grapa y se ubicaba, mudo observador, consumiendo su trago en espaciados sorbos como estirando el tiempo . Un regalo que se daba en aquellas jornadas de trabajar “de sol a sol”, que no era sólo una figura literaria. De vez en cuando, alguien de la mesa de truco, viendo a Mario servirle su trago, levantaba también su copa: _“¡A su salud, Don!”_, porque nadie sabía su nombre. Nunca le vi los ojos, cubiertos por el ala del sombrero que me lo imaginaba enrroscado a la cabeza.
Algunas tardecitas, con otro gurises de mi edad llegábamos con nuestros caballos y petisos. Mario organizaba una “cuadrera”. La ocasional pista eran ciento cincuenta metros de calle al lado de la cancha de bochas; se premiaba al ganador con una “cara sucia”. Mi potrillo alazán, de muy buen porte y ligero, competía con su mayor contrincante: el morito de los Moreno. De tan buena estampa como el mío, pero yo siempre le ganaba aunque nunca logré sacarle más de medio cuerpo en la improvisada pista.
Enterada de mis hazañas ecuestres mi madre puso el grito en el cielo. Mi padre, no sin algunos temores, la tranquilizaba: _”Dejálo, es bien “de a caballo”, no le va a pasar nada…”_
En el fondo estaba orgulloso; él sabía que yo siempre ganaba y lo ponía muy ufano, pero me daba recomendaciones de vez en cuando. _ ”No hagas sufrir al pobre animal sólo por compadrear”_ me decía. Un síndrome meniscal, que aparece de vez en cuando y que nunca me abandonó, me recuerda la única “rodada” importante que tuve en esas carreras. Sólo una vez mi padre se puso serio y me reprendió. Fue cuando supo que, al hacerle una “pasada” a una gurisa del barrio, antes de llegar al frente del portón de su quinta azuzaba al alazán a talonazos al tiempo que lo tenía corto de riendas. La bestia enloquecía, escarceaba y echaba espuma por la boca, dejando escapar ruidosos bufidos. Lo trágico fue que un día esos bufidos equivocaron de rumbo; el alazán se tiró un pedo cuando mi dama salía para verme pasar. Yo le aflojé la rienda como diciendo “aquí no pasó nada” y dándole un rebencazo, que el alazán remató con otro pedo. Le aflojé las riendas y salí al galope levantando polvareda. Fui mi última pasada.
Completaban el gupo étnico del boliche un buen número de vascos; grandotes, con sus narices coloradas, siempre de boinas, mostrando el límite exacto de sol y sombra en la frente en las pocas ocasiones que se las quitaban. Recuerdo que quien más me impresionaba era el vasco Otamendi, tan enorme su napia como sus manazas. Cuando agarraba las “lisas” o las “rayadas” era un águila gigante cargando su presa. Me honraba y conmovía cuando extendía su mano saludándome “como los grandes”. Por la punta de esos dedos_ gigantescas zanahorias con uñas_ dejaba escapar toda su bondad interior.
Otro vasco de la fauna habitual era Peruco Bidegay. No era alto ni colorado, caminaba y hablaba pausadamente; sólo su apellido lo hacía vasco. Cuando jugaba al truco se hamacaba en su silla de asiento de paja. Las dos patas delanteras quedaban en el aire. Yo lo miraba con esos ojos curiosos como sólo los niños saben mirar, esperando verlo caer. Pero nunca se cayó. Me pregunto cómo dominaba tan bien los secretos del equilibrio.
Todos los porotos que en su vida ganó al truco los perdió en prestigio cuando Perón subió al gobierno. El almacén de Mario Gatti era un foco netamente radical que en épocas de elecciones se convertía en comité. Pasado el evento todo volvía a la normalidad y entre bochas, truco y hablar de carreras, confraternizaban radicales y “lomos duros”. Pero hacerse peronista era otra cosa. Y fue lo que hizo Peruco Bidegay. Al principio hasta dejó de ir al almacén, lo que seguro no le fue fácil; después, aunque volvió, ya no era lo mismo. Se entró en el maniqueísmo: se era peronista o antiperonista. Se producía un gran cambio, se terminaba una Argentina y empezaba otra. Corría el año 1943. Moría la Argentina que había nacido en el año 30, con la caída de Irigoyen, con la caída de sus pobres muebles_ una camita de hierro, un par de sillas y una desvencijada biblioteca_ desde la ventana de su casa de la calle Brasil; acto simbólico en el que Uriburu tiró más que muebles por la ventana. Empezó la Argentina de la delación, la de mirarnos de reojo, la del carnet de afiliación partidaria para conseguir empleos, la eufemística designación de jefes de manzana.
Gran experiencia tuvieron las maestras: había que saber “educar” al pueblo. Reminiscencias fascistas tardías; épocas de las famosas delegadas censistas, que nunca supe qué censaban pero que se peinaban y vestían como Evita, con los mismos gestos y poses al hablar.
Tiempo de las grandes concentraciones y desfiles masivos por cualquier motivo, real o inventado, con profusión de banderas, pancartas y marchitas, sloganes grandilocuentes y el inefable bombo que llegó para quedarse “hasta que las velas ardan”. Novedad en la segunda “Nueva Argentina”, copiadas e importadas de países donde esas glorias pasadas fueron causas de derrotas para desgracia de aquellos mismos que desfilaron con pasos marciales y gestos desafiantes.

Si le hubiera preguntado a gente de la zona si conocían algún español, me hubiesen quedado mirando sin responder. Para ellos existían los vascos, los gallegos y los gringos (que eran los italianos). Un judío era un ruso; el de apellido difícil de pronunciar_que cada cual hacía a su manera, de muchas consonantes y que generalmente sonaba cómico; de tipo alto, rubio y ojos celestes_ era polaco. Hasta que no lo conocían bien lo confundían con un judío, lo que el polaco seguramente trataba de aclarar. A pesar del parecido con estos, los alemanes lograban su identidad propia.

Y al anochecer también aparecía Capincho. Tenía su rancho cerca del almacén. En ese tiempo no conocía su nombre ni apellido y para todo el mundo era simplemente Capincho, deformación de la palabra Carpincho. El mote se lo había puesto un antiguo patrón en relación a las chuzas que coronaban su cabeza braquicéfala, y el mismo lo recordaba con nostálgico cariño. Su figura hubiera sido regosijo de Darwin. Un verdadero porte simiesco. Aventajaba al hombre primitivo por su gran estatura, o yo lo veía grande con mis ojos de niño. Sus brazos colgaban balanceándose como péndulos a lo largo de su cuerpo algo arqueado, y su andar era como en cámara lenta. Carpincho más que salir de su rancho parecía emerger de los albores del período terciario, allá por los finales del mioceno. Después deduje que tenía pie plano. Entre muecas y esbozos de sonrisa, su rostro mostraba siempre franca simpatía. En su cuestionada fealdad ese rostro de hombre bueno me recordaba las estampas que veía en el Billiken. Era muy peludo y de marcado prognatismo, sin emparentarlo por eso a los Hasburgos. Me lo imaginaba pintando las cuevas de Altamira, pasando el rato en los largos días lluviosos, haciendo un paréntesis en las partidas de caza. Tenía un aire al monstruo de Frankestein que asustaba a los adultos pero terminaba enterneciendo a los niños. Nunca lo vi pasar de esa mueca risueña a la seriedad. Cuando hablaba mostraba los dientes muy blancos y parejos dentro del marco formado por los labios carnosos que nunca se juntaban. Hablaba casi sin mover la boca y hasta su risa recordaba a nuestro lejano ancestro, sacudiendo los hombros y aumentando el balanceo de sus brazos.
Todo el mundo lo quería. Era carpidor en las quintas de la zona. Al caer la tarde y terminada la jornada, después de pasar por su rancho para sacarse el polvo de las carpidas y “descalzadas” de los naranjos, aparecía en el almacén oliendo a jabón barato, sin que peine alguno lograra dominar su mata de pelo negro. Nunca faltaba quien le pagara una copa de Lucera o lo invitara a jugar al truco cuando en la mesa había que completar el cuarto jugador.
Se daban esas paradojas: había una estratificación social implícita dada por los gringos (de los cuales yo provenía). Estaban por un lado los dueños de los pequeños naranjales y viñedos (y a veces hasta de una modesta bodega), y por otro los criollos o tapes, como se les decía. Eran los peones, los carpidores, los que manejaban el arado, los que hacían las tareas menos especializadas, las más duras; a veces compartidas también con sus patrones. Esta estratificación armonizaba con una conciencia democrática “sui géneris”. Se compartían algunas diversiones; todo el vecindario concurría a bailes y kermeses organizadas por la cooperadora de la escuela, algunas partidas de truco y el mostrador del boliche, pero a ninguno de los gringos le hubiera gustado que su hija se pusiera de novia con el peón o su hijo con la chinita, (pero si se hubiera revolcado con ella en la viña se mostraba orgulloso y cómplice).
Simone de Beauvoire decía que si uno pone un judío o un negro en una novela está diciendo “los judíos y los negros”. Aunque Carpincho era un personaje real estoy describiendo al arquetipo del peón, del mencho o del tape de las quintas de aquel tiempo.
Dejé aquellos lugares y Carpincho siguió por muchos años su misma rutina. Un protagonista más de las historias que “mi tiempo y la memoria” atesora.
Así era esa época, tan felíz para mí. “Cuan verde era mi valle y el valle de todos los que se han ido”. (1)

(1) Palabras finales de “Cuan verde era mi valle” de Richard Lewellyn.

Angel Oscar Cutro (1997)

Desde mi terraza

El deseo de trascender es innato en el hombre. Por eso escribo,-¿y trascender para quién?-. Para mis hijos, amigos y para todos los que quiero. Mi inmortalidad termina, con el último que me recuerde.
Quiero dejar un mensaje esperanzado para aquellos que en algún momento deban transitar por las mismas experiencias mías. Tengan la certeza de que aún así , por teñidos de adversidad que estén los acontecimientos que se impongan, la vida vale la pena.

Vivir es alternar entre lo bueno y lo malo, con sus matices. Conmigo la vida fue generosa y me dio más de lo que yo esperaba. Siento el peso de mi larga historia y su añoranza me duele, pero la ventaja de ser viejo es no tener que preocuparse por el futuro, ya estoy en él.
*

El lunes 7 de octubre del 2002, mis amigos los doctores Federico Scharn, y Horacio Bonafine, cirujanos, y Edelmiro Cafaratti, cardiólogo, con Pepo Trota como anestesiólogo, casi cuarenta años operando juntos, esta vez estoy yo en la camilla del quirófano.Fue una enfermedad de Hodgkin. Completé mi tratamiento en “mi Sanatorio Garat”, donde pasé toda mi vida médica.

*
Y la vida sigue. Desde hoy comienzo, si logro lo que deseo ,una actuación para la posteridad, y en esa posteridad la imagen que deje a mis hijos, imponiendo mis pautas y tratando de ser coherente. Viví en función de saber que estoy bajo la mirada y censura de los míos. Años de felicidad compartida . Evitaré sentimentalismos que nunca fueron el estilo familiar. Vivir con dignidad fue nuestra consigna. Enfrentar la realidad, esa fiera de la cual no podemos escapar. Siempre tuve conciencia de finitud. Lo que empieza termina. Con Susana nos venimos preparando y en tantos años de convivencia logré contagiarle, en parte, sin proponérmelo, el “sentimiento trágico de la vida”, en el que siempre transité.
Pero ahora hay algo que escapa a mis planes. Siempre quise sobrevivirla.

*
La comedia recién empieza, y los tiempos serán inciertos, quiero que nuestro núcleo familiar sepa bien en lo que estamos. Ni mentiras , ni eufemismos, y de mi boca, escuchar serenamente mi diagnóstico y deseos de ahora en adelante.

*

Y habrá gente que se irá muriendo. Conocidos, amigos y parientes que ni siquiera piensan ni saben que están enfermos.

Mis amigos se irán enterando de mi mal. Seguramente medirán sus palabras y lo que digan estará llena de buenas intenciones y bondadoso disimulo.
Mi mujer, ahora más que nunca, pone a prueba la fortaleza que siempre tuvo, que sustentó toda su vida, y que ahora reforzará con creces

Sabe lo que siento y como me siento desde que tuvimos la certeza diagnóstica, y se puso a la altura de las circunstancias, sin permitirse “el lujo” de conductas angustiosas que delaten el tamaño de su dolor.

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Uno no quiere morir, pero sabe que ha de morir.
Se aferra a los buenos recuerdos que la vida deja aunque esté plagada de sufrimientos en mayor o menor medida.
No todo tiempo pasado fue mejor, pero el recuerdo de aquel tiempo pasado, lo hace mejor.Aún así, contando sólo los buenos momentos, la vida tiene sentido y podré decir como lo hizo Nietzsche:”¿era esta la vida?”-¡”Bueno, venga otra vez”!

*

Estoy solo en el departamento del noveno piso de “Las Azaleas”, contemplando el cauce amarronado del río Uruguay, recordando con nostalgia aquel azul verdoso de sesenta años atrás, arrastrando camalotes y jangadas.

Mis amigas y colegas hematólogas, Mónica Murtagh y Alejandra Saucedo me sugieren un viaje a Buenos Aires, para ratificar o rectificar diagnóstico y tratamiento. No es fácil ser el médico de otro colega.

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Sigo pensando y viviendo acorde a mis principios pregonados desde siempre.El que escribe se compromete.Lo dije hace tiempo en la presentación de un libro.
La vida tuvo y seguirá teniendo un sentido para mí.
Siempre viví por algo y por alguien . Mis sentidos funcionan bien, olfato, oído, vista, tacto y gusto. No quiero perder el sentido común, sin embargo hay quienes envejecen sin haberlo tenido nunca.

*
Llevo quince días de operado, mi estado físico es bueno y el anímico aceptable, pero mañana, no lo se.
Cuando escribí “Una vida de médico”, narré que doña Aneida paciente operada de un cáncer de colon, fue un ejemplo de final de existencia plácida y serena.
Se había salteado algunos tramos del ciclo de Kobler-Ross, quién asegura que “el enfermo condenado a morir atraviesa en el curso de su enfermedad diversa fases”:choque-negación, rebelión-regateos-depresión y aceptación. Quisiera imitarla en su valentía hasta el fin, animando a sus seres queridos.
Todos los pacientes que pasaron por mi consultorio me enseñaron algo y Doña Aneida me enseñó mucho.
*
Y complaciendo a mis colegas hematólogas, viajo al Hospital Italiano de Buenos Aires. Consulto con la Dra. Fantl.-“Hay remisión casi completa, apenas una mayor captación de galio en íleos pulmonares”.- Dudas y algunos estudios mas.
Toda la mañana en el Italiano, punción biopsia medular en el hueso coxal derecho. Excelente anestesia local .

Susana siempre conmigo y siempre cronometreando, me dice:-“ 55 minutos”. El tiempo pasó para nada. El médico efector de la punción era un tanto más viejo que yo.Sabía que bajo su aguja había un colega, lo que hace la situación más comprometida. En tono amable, menciona los pasos de sus maniobras, especificándome los planos que va atravesando con la aguja, discreto dolor, pero no digo nada. Evoqué los sótanos de la ESMA, la CIA, la K.G.B. y hasta el sillón de mi dentista. Pienso en el dolor de Giordano Bruno ….y aguanto.
La quimioterapia me demolió, pero nunca padecí dolores, perdí peso, y mi estado anímico dejaba mucho que desear.

*

Vuelta a Concordia. Todos los fines de semana un hijo viaja. El mensaje es claro, todos viven en Buenos Aires. Decidimos ir a vivir cerca de ellos. Y con mucho dolor dejar de “SER MEDICO”.

*

Y siguieron los controles periódicos con la Dra Fantl.

Un viernes ,después de un control y conforme con “mi buen estado”, me dice-déjeme todos los estudios, los veré con mis colegas y véame dentro de una semana”-
No pudo ser.
A la medianoche del domingo , un 13 de abril”hago un infarto”.
Me doy cuenta desde el principio, aún así me resisto a creerlo. Ironías del destino.
Recordé aquello tan trillado de mi época de estudiante:”precordialgia, opresión al pecho y sensación de muerte inminente”-Disimulo ante mi mujer, tomo un Alprazolan, 0,25, retardando la visión de realidad. El dolor aumenta con desasosiego angustiante y me hice cargo de la situación.-“Estoy con un infarto”, “llamá a los chicos”-
Pero mi inteligente mujer , primero llamó a la guardia médica. Después del Hodgkin, con sus consecuencias , su temple se había fortalecido, sabedora que tenía que estar mas serena que nunca.
Maletín en mano entró una doctora joven y un enfermero que intentó con premura colocarme el tensiómetro.-“No, Doctora, lléveme al Hospital, es un infarto”.- Ella sabía que el paciente era colega.El dolor y la angustia aumentaban, perdí noción de tiempo, me vi en una silla de ruedas en el ascensor. Veía rostros desencajados, mi mujer y mis hijos todos.-“No les pido que cuiden a mamá” y traté de esbozar una sonrisa.
Me sentía morir. No veía luces al final de un túnel, me veía al borde de un disco blanco de unos 10 mtrs de diámetro, tenía que atravesarlo y llegar al otro extremo, allí estaba “el final”. Después negrura total.
El vacío. La nada.
A ratos vislumbraba los rostros fuera de ese disco. Me sentía tranquilo.Sabía lo inevitable.



Epicuro pensaba que el alma es por semejanza una burbuja material que se diluye en la nada al morir.

La misma muerte no debe temerse porque mientras vivimos, no está ella presente, y, cuando llega no estamos nosotros.
*
Y un lunes 13 de abril,( los lunes no son mis días buenos), a 10 horas de haberme internado con un infarto,me despierto en UTI.,(Terapia cardiológica). Me sentía bien y lúcido.No tenía dolores y estaba de buen humor. Estaba vivo y con Susana a mi lado.
Lo que me perdí mientras recorrí el Nirvana, me fue contado; como Orfeo, puedo haber descendido al Ades. Había regresado, pero distinto.-“¿Más sabio?”-no, diferente.
Nadie vuelve inmune del Averno.
Desde mis sesenta años, me indigna la idea de morir, perder todo lo que la vida aún me ofrece. Pero con el tiempo también me fui adaptando o conformando , o aceptando mi destino, ante la falta de otras opciones.
Ahora a los 75, me satisface no tener que lamentar postergaciones importantes, pero siempre quedan cuentas pendientes.
Pensé que con el Hodgkin era suficiente, pero sumado el infarto me pareció un exceso de protagonismo.
Los años ,los sufrimientos, las situaciones límites nos ilusionan haciéndonos creer que nos volvemos mas sabios.Ilusión que de poco sirve.
Para morir no es preciso ser sabio.

*
Las experiencias y visiones” vividas” al llegar a la “delgada línea roja”, pienso que están acorde a nuestros antecedentes culturales, religiosos, a nuestra historia personal y creencias. No ví el túnel con la luz al final, ni la música celestial, ni contemplé mi velatorio desde arriba mirando mi cadáver entre cuatro velones.
*
Me siento otro.
Miro al mundo “desde mi terraza”. Desde otra perspectiva.
Soy parecido al que fui, pero no el mismo.
Ni mejor ni peor. Sólo distinto.
Me inclino bastante al escepticismo.Sin ser pesimista,-“¿y para que me sirve el escepticismo?-
Rara vez sufrí desilusiones, porque no tuve ilusiones desmedidas, ni esperanzas extravagantes reñidas con la lógica.
Nunca espero más de lo razonable.
*

Extraño los amaneceres con aquel sol uruguayo, con sabor a hermano y añoranzas maternales, porque mi madre era uruguaya, nació en Salto.
Añoro el olor a lluvia en la tierra mojada y en la vista del río, como a través de un vidrio esmerilado en mañanas de niebla.



Tomo de la biblioteca “Cartas del vivir·” de Rainer Maria Rilke,regalo de Susana; relecturas, según mi costumbre, acorde al estado de ánimo y predisposición del momento:-“No te agobies…da a la vida una nueva medida en el esfuerzo y en la capacidad de aguante. Solo quiero estar cerca de vos, nadie consigue ayudar a asistir sino es por gracia”…(Rilke) y mi mujer agrega:-“que esa gracia te sea cerca, muy cerca, y siempre juntos”-mamá Susana.

Llevo 75 años que no es poco , alardeando que viví “a mi manera”, pero es mas una ilusión y un deseo, porque no siempre me fue posible.

*
Traté de hacer una narración fiel a la experiencia vivida y sobrevivida.

Amigos queridos y familiares que me animaron, verán que sus palabras y gestos no quedaron en el olvido.
Si otro viejo como yo lo lee, lo tranquilizo:-Nada es tan terrible.

*
Y mi vida sigue teniendo sentido. Me sigo asombrando , seguiré haciendo preguntas penúltimas porque las respuestas sean penúltimas.
Sigo lleno de contradicciones porque uso la razón y el corazón y no siempre hay coincidencias.
“La vida es una operación que se hace para adelante”-escribió Ortega y Gasset.
Mi ánimo es cambiante, y muchas veces me invade la ira, y en buena hora porque me salva de caer y me da fuerzas para seguir luchando.

*
Mis mejores libros de autoayuda se escribieron hace siglos:Confucio, Marco Aurelio, Epicteto, Sócrates, Balmes, Lubbock, y hasta el Código de Manú. Sin olvidarme de Jose Ingenieros y Emerson que me acompañaron desde mi adolescencia y juventud.
*
Se vive filosofando porque pensar es filosofar. La filosofía me salva de la desesperación. Me justifica, me saca del pesimismo en que a veces, me encuentro sumergido. Pero siempre encuentro algo o alguien que da razón a mi vida.
Y miro con feliz nostalgia, mi viejo sillón “Morris” que desde mis 9 años soportó el peso de mi cuerpo en mis largas horas de lectura.

No conozco el aburrimiento, porque vivo en la incertidumbre , esa necesidad inquietante de estimular el pensamiento y la búsqueda de ideas que me liberen de la modorra de la rutina.
Vivir es estar al acecho.
Todo puede ocurrir.
También es acumular experiencias. La vida tiene límites antropológicos.
Evito libros extensos, conversaciones y compañías tediosas, convivir con “cronófagos”, los que nos comen el tiempo, al decir de Martí Ibáñez.




Pascal atribuía la infelicidad del hombre a una sola cosa :no saber estar inactivo dentro de una habitación.
Acorde a mi modalidad y temperamento se trata de un juicio exagerado.

Pero reconozco que con el paso de los años me volví más”“quieto·”.
Por aquello de “que nosotros los de entonces ya no somos los mismos”,de Pablo Neruda.


Angel Oscar Cutro (2004)

Crónicas de un viaje

(Relato de viaje escrito en 2007 junto a mi mujer, Susana)

“GIOIA E DOLORE” destino de la vida e dell’ amore… (Goethe)

Comienzo con ese juego de palabras, alegría, dolor, eso que lo pensé, lo léi, lo viví.
Otoño 1991. Vamos juntos, se repitió mucho en este viaje. Vamos juntos, como siempre, si no es un Congreso de mi marido, ésta vez es mío y juntos viviremos cosas esperadas, otras no, sueños, decepciones, eso es un viajero… sin nada de certezas, ¿turistas?, no!

El recitado de Goethe me hizo derramar lágrimas, ni veía la que la expresaba. Precedía a la ejecución de “Egmont” y la “8ª.” De Beethoven, en l´Arena de Verona. Mucho,… demasiado para un corazón abierto a sentimientos y emociones.

Otoño en París, siempre en tren, luego a Estrasburgo (Francia), limitando con Alemania. Primer y gran objetivo. Descubrimos que son más alemanes que fraceses, la proximidad los ha mezclado.
Voy a participar como argentina que soy, entre 24 países, en un Congreso Internacional de “Formador de Formadores”. Represento al Consejo General de Educación de Entre Ríos. Aprenderé y trasmitiré a mis colegas, amigos de actividad diaria, y alumnas, palabras, documentos para renovar la Pedagogía del educador, del Formador. Nuestra tarea es niños con necesidades especiales. Amo lo que hago, así que nuevos vocablos, resiliencia, término sacado de la Física, de la resistencia de materiales, ahora se aplica a seres marginados por nosotros mismos a veces. Niños cuyas condiciones debemos igualarlas a las de todos. Debo escuchar para difundir.

Cómo promover que resista y se adapte a SER, un hombre, una mujer, dinamismo vital, soplo de la existencia. Dinamismo de progreso, de Alegría de devenir, no a-venir.

El depagogo es el artesano de la liberación del llegar a SER en plenitud, de la persona humana. Voy a contar todo lo bellamente adquirido, irá mi alma puesta en esto, abierta a todo, en tren, siempre juntos, desde el comienzo y el llegar a SER aprendido en lo académico lo debo aplicar a mi SER; no podría formar a otro si no logro ser digna de esa Alegría de vivir, de ese fluir constante de cosas inesperadas y maravillosas.

Planificamos ir luego a Italia por el borde del Adriático. Ver esas ciudades desconocidas por nosotros hasta ahora, como Verona, Padua, Ferrara, Rímini.

El segundo objetivo de este viaje, la meta final pero alcanzable, será al fin del recorrido: ANZI, y la búsqueda feliz de los ancestros!, de donde salieron los abuelos que llegaron a estos lares.
Esto lo contará mi compañero de siempre. Con él hallaremos esos Cutros entrañables que imaginamos ¿cómo?... aún no lo sabemos.

Por ahora lloro en el Concierto en Verona.

Vuelve a conmoverme la existente, ¿pero era ficción?, la tumba de Julieta, sí!, la de Shakespeare. Estuve en su balcón, ¿cómo no ver a Romeo fotografiándome allí? Ir a visitar la umbría piedra donde yace custodiada por monjes… frondosos castaños, algunos frutos, hojas, caídos sobre ella. Recoger para recuerdo, y leer en un mural palabras de Shakespeare:”she is not in a gold grave (ella no está en una fría tumba, es una linterna que iluminará toda la eternidad”. Bellísimo! Si no existieron los amantes de Verona, deberían merecer haberlo sido, porque yo lo sentí así y dejé un mensaje sobre esa tumba. Salí de allí conmovida. Después de meses y con mi edad…, me entero que vuelvo a ser fértil; ¿milagro?, ¿y con mi edad? Sorpresa enorme de lo que puede iluminar este amor de los jóvenes eternos amantes. Parches, médicos, olvidados. Alegría de ser joven, ¿otra vez?, ¿regresión?; no lo sé, pero todo fue maravilloso.

Ya en Pauda, cómo no visitar el San Antonio de mi ciudad natal. Su lengua entre sus reliquias, su cuerpo; de allí a Venecia, ida y venida en el día, con lluvia como la primera vez que fuimos. Ferrara y los Borgia, y los duques del Este. Fosos profundos rodean los palacios, se protegían en guerras de poderes, y ahora se mezclan con placas en paredes: “aquí yacen 70.000 muertos por los nazis”, guerras inútiles en todos los tiempos.

Basta de escribir fechas, y ducados y reyes, iremos a Rímini a recorrer donde anduvo Fellini y oir la música de Nino Rota, que hizo todas las bandas de sonido de las películas del de “La Strada”, que reposa aquí.

Vivimos con sus gentes, nos ponemos en los asientos y escuchamos niños camino a escuelas, trabajadores; esto es elegantemente sencillo, no son los lugares más visitados. Uno puede confundirse en el mercado de calles estridentes de ofertas de legumbres, pescados, sin aeropuertos pesados, total nos fijamos el próximo tren a… donde queramos.

Estamos pasando muy bien, siempre con conciencia de eternidad.

¿Y si uno de estos viajes fuera el último? Entonces caminemos sin cansarnos.
(Susana)

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...y seguimos bajando por la bota itálica, hacia la ansiada meta final: ANZI, previo paso por Potenza, capital de la Basilicata. Cambio de tren en Foggia para el tramo final con un pintoresco tren de trocha angosta, compuesto por tres vagones arrastrados por una pequeña locomotora. Pueblos cuyos nombres me resultaban familiares. Tobe, Melfi, Tito, no porque los hubiese conocido sino porque me recordaban apellidos de viejas familias de Concordia: Di Melfi, oriundo de Melfi; Di tolbe, era el apellido de mi abuela. Sólo una noche pasamos en Potenza, que descansa apacible sobre la ladera de la montaña. Era el 1º de octubre de 1991.
Hicimos los 30 kilómetros hasta Anzi en un remisse confortable, Mercedes Benz 220, que lucía a las claras el amor y la dedicación que le brindaba su dueño, un milanés que había peleado en las cercanías de Nápoles en la última guerra, quedándose para siempre en esas tierras con su trofeo bélico: “una bella ragazza”, con la que formó su familia. Conservaba la figura y el señorío de la gente del Norte, y su locuacidad y alegría de vivir, propias del italiano del Sud.

El hombre es la suma de sus recuerdos y nostalgias. Por eso mi necesidad de conocer y palpar Anzi. Ir a mis orígenes itálicos. A la otra cara de la moneda, la hispánica, ya la conocía: Santiago de Compostela, de donde vino mi abuelo materno.

Nunca sentí el tal mentado “problema de identidad”, nunca lo viví como tal. Este es mi origen: hispano-itálico, y su maridaje me enorgullese.

Tomamos el camino de la foresta, a 1000 metros de altura y alcanzar los 1067 metros en la ladera del Monte Siri, donde duerme la apacible Anzi desde hace siglos.

_”Hasta aquí puedo llegar”_ nos dice el veterano chofer y cicerone, que a lo largo del recorrido nos iba contando “cosas que pasaron por aquí” durante la guerra; y mostrándonos hoteles y clínicas de lujo, que se suceden a los lados del camino, escondidas casi, aprovechando el clima sano de la región.

Era la plaza del pueblo. Un empedrado desparejo de unos 40 metros de lado. Como una escena fellinesca, seis viejos contra la pared, disfrutando de los últimos rayos del sol de la tarde dominguera que moría. Por el centro, grupos de jóvenes conversando. En otro lado una mula con dos enormes atados de leña que un muchacho trataba de hacer andar. No llevaba conmigo ninguna dirección de presuntos parientes, aunque no ignoraba que los podía haber, pero no es mi estilo sentirme un intruso entrando en complicadas explicaciones.

Me acerco a uno de los jóvenes, elegido al azar, y pregunto: “_¿Conoscere Cutro?”
_”Io sono Cutro”_, luego nos presentó cuatro Cutros más que formaban el grupo. Momentos emotivos y cómicos, de mirarnos las caras y buscarnos las caras posibles; y mi mujer al borde del llanto al ver en aquella ciudad una ragazza de catorce años muy parecida a la menor de nuestras hijas.

Presentaciones con gestos; más que un idioma común, surgía sólo el del afecto. Una cartonería Cutro, otra “gelattería” con el mismo nombre. Recuerdos miles agolpados, y el veterano chofer testigo mudo y emocionado de ese reencuentro ¿inesperado?, pero posible!

El tiempo disponible no daba para visitas y caminar por las empinadas y angostas callecitas; volamos con la imaginación con ojos brillantes y la garganta cerrada.
“Ví” salir de la Iglesia a mis abuelos, duros, serios, con esa gravedad primitiva y tosca que hace del acto feliz del casamiento una aparente tragedia a juzgar por la expresión de sus rostros.
Se relajarían (tal vez) en el lecho nupcial; y después vendrían las privaciones, trabajo, tedio. La acumulación de hijos y luego la decisión de emigrar, dejar la miserable vida de la campiña italiana sin esperanzas, para irse a cualquier parte, a cualquier lugar incierto para aquella pareja de analfabetos.

Allende los mares, ignorando qué les esperaba, pero salir!

… y yo soy el fruto de aquella aventura incierta.

Y el mismo milanés con su Mercedes nos llevó a Nápoles, donde tomamos el tren, y regresar a Roma.

Dejé Anzi con un nudo en la garganta, compartiendo angustias con mi mujer a pesar de su estirpe vasca.
El veterano que nos había prometido “una bella pasaggiata”, recorrido lindo entendimos, colocó una música que movilizaba más nuestros sentidos, canzonetas, Italia toda en una puesta de sol, quizás última e irrepetible.

Así regresamos, y nunca volvimos. Intercambiamos direcciones, unas postales, unas cartas, y el tiempo borró esfumado ese cuadro de mis ancestros, definitivamente, inolvidable.
(Oscar)

Khadoma

La Mirta nunca oyó pronunciar la palabra Khadoma. Leía poco, casi nada y no pasó del segundo año del Normal. “Me aburro,”_ decía_“mejor me quedo en casa y la ayudo a mamá.” Le tenía fe a su cuerpo. _“No me voy a quedar soltera”_ también decía. Tampoco iba al cine. No había visto “Rashomón”, ni sabía quién era Akira Kurosawa, ni Ang Lee, ni nada de lo oriental, fuere chino, japonés; le daba igual. Ella era una Khadoma y no lo sabía, seguramente nunca lo supo. Dónde y cómo aprendió el uso de tan milenaria “técnica”, tampoco lo sabía, ni lo hubiera sabido porque le salió sola, porque la Mirta no sabía casi nada de nada, simplemente era pura naturalidad. Las cosas, que sin proponérselo, salen solas: como tener habilidad para contraer por separado los músculos faciales, del hombro o los pectorales, y hacer las delicias de los parientes en reuniones familiares, festejando semejantes gracias.
Un día descubre su atributo, se sorprende, y a ella misma le causa gracia y lo sigue repitiendo hasta la perfección…
La Mirta estaba con el Lito, su novio; ella abajo y él arriba, como “mamá” y “papá_, y la Mirta entró en clímax. Siempre fue escandalosa, gritona y hasta llorona y también decía palabrotas. Apretaba los muslos y toda la musculatura pelviana como parte del ritual de su éxtasis erótico. Cuando lo hacían en la piecita del fondo, en la vieja cama de bronce, que estaba ahí, destartalada, después que la tía Clelia dejó de usarla, el ruido campanillezco de sus partes flojas hacían recordar navidades en troikas moscovitas. No era lo común, pero al Lito le faltaba poco para llegar y la miraba canchero, haciéndole la nada original pregunta del amante y presumido macho argentino:_”¿Te gusta?”,_ Él sabía que después venía un largo y calentón “¡Sí!”, seguido de aumento de convulsiones, arqueo de columna, dientes apretados, espuma por la boca, con algunos tirones de pelo que al Lito lo excitaban más. Pero el Lito sintió lo que nunca había sentido. La vulva de la Mirta era una sanguijuela, una ventosa, una boca carnosa y desdentada apretando su presa y absorbiéndola con vocación de ciénaga. Dentro de su bagaje de ignorancia, tampoco conocía la existencia de los constrictores de la vulva y menos aún su función. El Lito se moría de gozo:_”Mirta, te amo, me volvés loco, de dónde sacaste esto.”
El Lito, canchero como era y como de costumbre, no se había sacado el chicle de la boca cuando empezó la contienda. En el vértigo del delirio se lo tragó, pero el cruce no fue fácil y se le atracó en la faringe. Primero se puso pálido, luego pasó al azul oscuro. La Mirta notó algo raro y enseguida abrió los ojos, porque siempre los cerraba en esa lid. Se sacó al Lito de encima de un empujón. Con el sacudón el chicle siguió su camino y fue a parar al estómago.
Se le volvieron a colorear los cachetes y la Mirta se tranquilizó, pero ni se enteró de lo sublime que había estado.
Lo dejó solo en la cama. Al Lito le llegó desde el baño el ruido de su meada de yegua en celo, descarada y satisfecha; casi como un desperazarse que lo sacó de la detumescencia en que lo había dejado para excitarse nuevamente. Esperaba ansioso su regreso. Alisó las sábanas preparando un segundo encuentro. El tiempo no permite desperdicios, una postergación sería lamentable, hay cosas que no se repiten. Sólo en la juventud se vive intensamente sin especular esfuerzos. Su boca segregaba jugosa saliva anticipando el segundo plato. Glotonería veinteañera.
El Lito nunca la dejó y se casó con ella. La Mirta se tuvo fe.
Ni se enteró donde estaba el secreto de su tremendo éxito amoroso ni de sus fundamentos. Nunca supo que le sacaba el Yang a su amante y que lo vaciaba por su Yin. Que con su vulva poderosa. Su PUERTA de JADE, su YU-MEN, devoraba al Lito su tallo de jade, su YU-HENG.
Un día se lo voy a decir. La Mirta se lo merece.

Angel Oscar Cutro (2004)

Noches rosarinas

El petiso Samberro era Oficial Inspector de la Policía rosarina, allá por la década del 60. Acorde a mi clasificación antropológica pertenecía a la especie de “hombres cárdigan”. Cuello corto casi inexitente parecía una mamuska, infaltable souvenir que la gente trae de sus viajes, certificando su visita a Rusia. Para ver el nudo de su corbata había que esperar a que levantara la pera.
Fornido, sin ser gordo, de caminar sin apuro y mirando distraído para todos lados. De expresión casi cómica, por su bigotito sardina, subrayando la nariz.
Pelo lacio, renegrido, peinado a lo Gardel. En un permanente arquear de cejas, con ese aire entre ausente y aburrido como diciendo:”¿Qué estoy haciendo en el mundo?”
Siempre de traje gris claro, saco cruzado, demasiado largo; lo hacía aún más petiso, detalle que a Samberro, por lo visto, no le importaba.

Había pasado la línea del medio siglo sin que las arrugas se acordaran de su rostro cetrino y bien afeitado a la navaja, pelo y contrapelo.
Hablaba con un tono musical, monocorde, dando a las opiniones y juicios emitidosla sensación de estar de vuelta en el viaje por la vida.
Lo suponía un “policía de paso”, que quizás vagas circunstancias llevaron hasta este trabajo sin vocación donde se había quedado por inercia, incapaz de buscar otros caminos.
Por lo “fiaca” y poco “tira”, si por él hubiera sido, todavía nadie sabría quién mató al coronel Benigno Varela ni a Lisandro de la Torre.

Su pasión eran los burros. Eterno tema de domingo a domingo.
Vivía en un conventillo de la calle Montevideo, entre Sarmiento y Mitre, en concubinato con Rosaura, como él mismo confesaba. Sorda como una tapia, hetaira fugaz hasta su encuentro. Se conocieron en tiempos brillantes de la calle Pichincha, en aquel nostálgico Rosario de mafiosos. La “Chicago argentina”, la de Chicho Grande y Agatha Galiffi, la de quilombos de lujo como “El elegante” y el “Madame Safó”; con los polacos de la “Migdal” y la “Varsovia”.
Años en que Rosaura y Samberro se conmovieron, como todo el mundo, con el secuestro y crimen de Abel Ayerza, en 1932, que fuera la gota que colmara el vaso para decidir a jueces y policías terminar con la mafia que tanto poder tenía.

Rosaura era irremediablemente fea. Fealdad que se perdía con el trato al entrar en su alma noble y buena.
Trataba de imaginarla en su juventud. Algún encanto habría tenido aquella fiel seguidora y compañera.
Compartían la afición por los burros desde sus inicios amorosos, y decidieron caminar juntos por la vida. Samberro, jubilado, tenía toda la semana para estudiar medulosamente “La fija”.
A Rosaura la conocí sesentona. Había sido amanuense de Domingo Gaeta, en su famosa academia de bailes. Daba clases de tango y milonga; cortes y quebradas que los rosarinos se tomaban muy en serio en tren de vivir emulando a los porteños.
La pieza del conventillo tenía un acogedor alero de coqueta canefa con canaleta de desagüe, que en cada final de lluvias guardaba las hojas de los parrales vecinos. El petiso la limpiaba haciendo equilibrio, subido a la mesa de la cocina que sacaban al patio.
En noches de verano gustaba hacer asados en su parrilla portátil.
Mi mujer y yo éramos asiduos invitados, con el cariño de ese matrimonio “grande” que toma en adopción a la pareja joven, como añorando un pasado feliz y lejano.
Mientras el asado iba tomando color, brillo y aroma, Rosaura le entraba a dar con el Winco y dale que dale con Gardel. La culpa había sido mía, exagerando mi afición al Zorzal criollo para congraciarme con ella. Y se lo tomaba en serio. Sabedora de mi gusto por el baile y amante del tango, no me perdonaba uno solo de la colección de sus discos de pasta, 75 evoluciones por minuto, ordenada prolijamente en un cajón de manzanas.
Por el bagaje de tantos años de maestría la bailarina sorda no se perdía un solo compas. Me seguía sin pisarme ni dejar que yo lo hiciera. Las figuras, más que cortes y quebradas, eran gambetas.
Mas que bailarín me sentía un centro-football o un caminante porteño esquivando los excrementos de mascotas en las veredas rotas.
Su memoria auditiva era perfecta, llevaba el recuerdo de aquel ritmo canyengue grabado a fuego en cuerpo y alma.

El tango es una pasión bailada. Lo dijo alguien aunque el bailarín no se dé por enterado.
La única danza introvertida. Todo arrebato y recogimiento. Tal abstracción a lo que está más allá de la piel, llegando al punto crítico donde la pareja se encuentra sola en el mundo compartiendo su soledad.

Pero Rosaura exageraba. Tal vez retornaban viejas memorias capaces de calentar su sangre arrabalera que los años no habían logrado enfriar; manteniendo su llama piloto que yo, sin querer, exacerbaba.
Además de sorda era “chicata”. Usaba gruesos anteojos con escasos resultados. Pero dejando de lado estos detalles, y con un poco de imaginación, bailando con ella me sentía Juan Muraña, (o “el cuchillero de Palermo” como lo llamaba Borges).
Una noche se cortó la luz; para el caso no importaba, la brillante luna superaba con creces su ausencia. La sorda ni se enteró, con sus ojos entornados en “Mi noche triste”. El chisporroteo de la parrilla hacía su psicodelia en la improvisada pista de baile. La ví tan concentrada que no la interrumpí, para no cortar su inspiración.
En el 2 x 4 no hay luz entre cuerpo y cuerpo, sin espacio para un hoja de papel, porque así lo exige el tango. Rosaura me pegoteaba su reboque barato en el refregar de las caras, al cambiar la orientación siguiendo las exigencias del baile. Mirando juntos para abajo, fijos los ojos en el piso, como buscando el pudor perdido en las baldosas de patio. El contacto grasoso y el tufo dulzón desalentaban mi fugaz vocación maleva. Percibía, más que veía, la sonrisa cómplice y comprensiva de mi mujer, con sus 23 años, sin atisbos de celos por lo simple y grotesco de la escena.
Pero todo tiene su límite. Para librarme de aquella Salomé extasiada, confesaba mi cansancio fingido valiéndome de señas y morisquetas en un improvisado lenguaje gestual. Entonces Rosaura me liberaba de un tirón, como quién se saca un delantal de cocina, y caminaba hacia la maceta del patio donde, en un vaso de vidrio grueso, guardaba el moscato. “Mi regalón “, como ella lo llamaba; una manera de justificar su perdonable vicio.
El vaso era imperdible en la reunión, sobre una esquina de la mesa, o en la maceta del patio. La marca de sus labios sellaban los bordes como una montura colgada en su caballete. A veces había marcas de labios superpuestos, rastros que Rosaura iba dejando antes de nuestro arribo.
Excitada hablaba y hablaba, sin tenernos en cuenta.
-“¿La señora no es celosa, no?”_ y continuaba con su victrola sin esperar contestación.
Samberro nos oteaba con su mirada anodina, mientras seguía con el asado.
_”Dejalo tranquilo,”_ le decía_” lo vas a cansar y no van a venir más.”
Recomendación inútil, porque ella ni se enteraba del comentario.
Y llegaba por fin el momento de la noche: _ ”Ya están los chorizos!”_ anunciaba el petiso, secándose la frente transpirada con el repasador engrasado, que no dejaba hasta servir al último comensal.
El anfitrión dedicaba el primer bocado a mi mujer, con esa galantería y finos modales del turfman, cualquiera sea su nivel social, antítesis del agresivo y guarango hincha de fútbol.
El vino llamaba al sueño y las voces languidecían. Los Samberro no tenían la necesidad del “mañana”, nosotros sí.
Él se adelantaba llevando por el pasillo nuestra Siambretta hasta la calle, gesto habitual de galantería mientras nos despedíamos de Rosaura que se quedaba sin enterarse del libreto. Seguro lo suponía, viendo nuestros rostros con muestras claras de gestos cariñosos y promesas de retorno.

Angel Oscar Cutro (2005)