El viejo puteador

El Viejo era un puteador nato. Impersonal e incorregible.
Nunca puteaba a nadie.
Puteaba porque sí nomás, mucho antes que Mendieta, el perro humanoide de Inodoro Pereyra dijera “que lo parió”.
Cuando lo hacía, lo que era frecuente, arqueaba sus cejas espesas y sus ojos parecían más juntos.
Su puteada no era siempre la manifestación de un enojo.
Incapaz de putear a nadie aunque estuviera enojado con ese nadie.
Escuchar sus puteadas hasta era un halago, señal de estar en confianza.
Con extraños o ante niños y damas era incapaz de emitir groserías. Se comportaba como un Duque, como suele decirse, y en ocasiones y con mínimo empeño, resultaba seductor.
Si la puteada expresaba una preocupación, lo que ocurría con frecuencia, no disimulaba su nerviosismo y complementaba sus palabrotas comiéndose apasionadamente las uñas y dejando escapar algunos resoplidos de discreta sonoridad.
De la misma forma exteriorizaba sus alegrías: -¡La puta, qué linda reunión! ¡Carajo, qué a punto sacaste el asado!
Su repertorio escatológico era muy medido. Sólo puteaba y carajeaba.
No abusaba de la palabra mierda ni hacía mención a los genitales sin distinción de sexos.
Y lo repito, sus manifestaciones verbales nunca tenían destinatarios; confiaba en que se perderían en el espacio sin agraviar a nadie.
La típica puteada por hábito y por que sí , con finalidad en sí misma.
Algo tan singular que mi memoria atesora con nostálgica y benévola dulzura.

A caballo

Sección Quintas ó Viñas. Nombres oficinescos y burocráticos que no encuadran en la ternura y espiritualidad de mis recuerdos cada vez que mi cabeza se remonta por aquellos parajes donde pasé mi niñez. Hoy es un barrio más de la ciudad extendida y muchos de sus habitantes seguro no saben de que estoy hablando
-¿Qué se hicieron las calles y callejones, las verdes cuchillas con sus cortes rojos de tierra greda y pedregullos que brillaban a la tardecita antes que el sol se perdiera en el horizonte?
-¿Quién hizo correr el agua del tajamar y del pantano de Grieco llevándose tarariras, saguaipés, caracoles y culebras que a la siesta desafiábamos con mis primos y gurises del vecindario?
-¿Qué del burro chupado por la ciénaga y de la vaca de los Moreno, rematada de un escopetazo por la misericordia de un vecino acortando su agonía antes de que el barro se la tragara?
Ni sombras de la laguna con escandalosos teros celosos de sus pichones. Ya no se oye al medio día el “pito” de la curtiembre de Marcone ni el paso del coche-motor; sin embargo mi oído “escucha” el eco lejano del silbido casi olvidado del carpidor con azada al hombro al encuentro del puchero que en el rancho lo esperaba.
-¿Qué fue del ruido monótono y sordo del tucu-tucu y del canto remolón y agudo de las chicharras en verano; el croar de las ranas en la laguna, después de las lluvias en invierno y el olor al furgón del panadero por las tardes?. Huellas hondas; barrosas en invierno y polvorientas en verano.


Soñar y filosofar. Imaginar mundos, situaciones,personajes y hasta momentos y protagonismo que nunca tuve, haciendo dudosos mis recuerdos.
“Veo” con ojos entornados la estampa de “Piconero”, mi petiso alazán, que brillaba al sol de tanta rasqueta y cepillo en mi afán de semejarlo a un parejero. El tordillo manco que “rodaba” algunas veces cuando lo quería apurar y en una de esas rodadas me dejó como recuerdo un sindrome meniscal que hasta hoy me recuerda mi niñez en las quintas, la potranca pura sangre, con la que hacía la “pasada” a la rubia de los Yáñez y que en siestas de febrero me llevaba a la quinta de Madame Fuchs a prepararme en Francés para rendir en marzo. Tenía por delante 300 metros de tierra colorada apisonada en tiempos de pocas lluvias, que yo convertía en pista de carrera. Ante un mínimo taloneo la briosa potranca, que como yo parecía esperar ese momento, se lanzaba como un rayo y en pose leguisámica, sobre mi montura inglesa, remontaba hacia la gloria saboreando el vértigo. Mi potranca doradilla era un juguete de lujo y pasó al stud de Angel Tabella sin defraudar lo que de ella se esperaba; y no faltaba el peoncito que parando la carpida me largaba un sapucay festejando y alentando mi carrera aumentando mi delirio. Y así debe ser al escuchar los gritos de la tribuna pensaba yo en aquel tiempo en que hasta no hacía mucho mi primer vocación era ser jockey, vocación que se perdió en el tiempo como se pierden los sueños. Y ya sin mi juguete de lujo, mi alazán “Piconero” me volvía a llevar por aquel mundo de ensueños pasando al trotecito por el cañaveral de Rugoloto “contemplando” enamorado a “La vaquera de la Finojosa, faciendo la vía del Calatraveño…”, trayendo de vuelta las vacas lecheras al corral.
Y así desfilaban por mi imaginario escenas y personajes alimentadas por mis lecturas.
Alguna vez fui Don Quijote, otras, el Cid Campeador, otras veces aquel “paisano apellidado Laguna, capaz de domar un potro y sofrenarlo en la luna”, pero nunca me ví como Martín Fierro, quien tanta inquina me ocasionaba por su proceder prepotente y cruel con el Negro en la pulpería. Y en el silencio campero acompañaba mis pensamientos delirantes hablando en voz alta y con ampulosas gesticulaciones, y me empeñaba en reaccionar a tiempo antes de que algún “mencho” carpidor de las quintas me viera y pensara a su manera que por haber ido a estudiar “al pueblo” se me había secado el seso “como al Caballero de la triste figura”.
Al mundo lo veía distinto sentado sobre el lomo de mi caballo, era una tierra infinita haciendo de mis 14 años una edad sin tiempo.

Después de las lluvias

Cierro los ojos para ver y veo el campo después de las lluvias. Lo recorro con mis sueños y con mis botas de goma; me hundo en el barro y chapoteo en la gramilla empapada. Un sapo saltando me sorprende. Como por arte de magia al pie de los eucaliptos brotan ufanos hongos que ayer no estaban, los golpeo suavemente con un palo que siempre llevo conmigo a modo de bastón simbólico. En el campo es habitual caminar con un remedo de cayado o una varita cualquiera como herramienta inútil o muletilla absurda. Pateo una lata que duerme en el pasto mojado o una madera que un día fue parte de un cajón de naranjas. Después de las lluvias encontraré lombrices, gusanos, babosas, caracoles y toda una fauna entomológica. Salir después de las lluvias siempre me supo a correrías y aventuras fantásticas con descubrimientos y sorpresas. Un insecto nuevo para agregar a mi colección. Llevo conmigo un frasco vacío del último dulce de leche que comimos en casa y cajitas donde meto escarabajos, escorpiones y mariposas; van a parar al morral convertido en mochila para este fin; el mismo morral en que doy avena y maíz a “Piconero”, mi alazán. Delirios de explorador, emulando a Livingstone y a Stanley, que fueron mis paradigmas a imitar.
El campo tiene otro aroma, otros colores y otros brillos porque el sol que amenaza con salir no tuvo tiempo de evaporar el agua que resbala lentamente de las hojas de los árboles y del pasto verde que sostiene mis aventuras. También los olores son distintos. Cantan los pájaros en la arboleda y los teros en la laguna y escandalizan a las ranas que arremeten con su croar.
Estoy viendo lo que ví hace 70 años. Lo veo y lo huelo y siento en las plantas de mis pies el frío de las botas mojadas y se mete en mis coanas el olor a “escobadura” recien aplastada y a tierra mojada.
Recuerdos de mi infancia que mi memoria atesora.