El almacén de Mario Gatti

El almacén de Mario Gatti era el punto de referencia de la zona.
Las cosas y las casas estaban antes o después del almacén de Mario Gatti. El número telefónico, “35 Viñas”, fue por mucho tiempo el único salvavidas del lugar.
Personaje singular, cacique de barrio y caudillo radical, el boliche de Mario se convertía en comité en épocas de elecciones. Recuerdo manotear cocardas de Tamborini-Mosca en cajas vacías de jabón Federal, allá por la década del 40 cuando se enfrentaron con los “lomos duros”, Radío-Medina, como se les decía a los Conservadores del Partido Demócrata Nacional, para la Gobernación de Entre Ríos. Saliamos en tropel con otros gurises “radichetas” en tren de provocación, tirando pedradas en los techos de los Morenos, Adente Pepe Tabella, todos “Lomos duros” de vieja estirpe; pero no provocabamos a los Navones, que eran muchos y grandotes. Inocentes patoteadas juveniles que pasaban al extinguirse la esfervencencia electoral.
Mario Gatti era delgado, un poco cargado de hombros y transitaba la cincuentena. Para los chicos es difícil determinar la edad de los adultos. Cuando se hizo cargo del almacén tenía 22 años. Caminaba con pasos cortos y rápidos, usaba siempre bombacha angosta con la presilla desprendida que cubría en parte la bira blanca de sus alpargatas negras. Lo recuerdo en mangas de camisa, su cabeza cubierta por una descolorida boina negra, a pesar de su vieja raigambre radical; las veces que se descubría para rascarse la nuca ordenando sus ideas, dejaba al descubierto sus escasos y canosos cabellos achatados; entrecerraba los ojos, como buscando recuerdos cuando charlaba con los parroquianos o atendía a los viajantes. Hablaba a los gritos como si estuviera enojado, hábito común en el campo donde la voz se pierde en los espacios abiertos. Amigo de hacer bromas, a veces de grueso calibre y en tono sobrador; nunca ví que alguien se le enojara. En muchas madrugadas le golpearon la ventana de su dormitorio para que Mario llevara al médico y a la partera; y sacaba su flamente Plymouth azul para hacerse cargo de la situación.
Su almacén era el punto de reunión del vecindario. Pegada a ella estaba la peluquería de Salvador Marcogiusepe y una de las carnicerías de mi padre. A un kilómetro se hallaba nuestra casa, que para mis ojos de niño me sabía a lejanías.
A un costado del almacén y usurpando la calle había instalado la cancha de bochas, con su clásico marcador de tantos con sus dos palitos para indicar el puntaje de lisas y rayadas, gentileza de Lusera, bebida que no faltaba en ningún boliche de la provincia. El trueno de los bochazos anunciaba por las tardes la actividad deportiva.
Los domingos y feriados la concurrencia aumentaba. A partir de las diez de la mañana empezaba a caer la gente, a los habitué se les agregaban aquellos que aparecían únicamente los feriados; algunos, de barrios alejados.
Entre bromas y floreos surgían los desafíos. Mi padre no era malo para el “arrime” y casi siempre hacía yunta con Salvador Marcogiusepe, excelente “bochador”.
Me gustaba ver a mi padre en posición “firme”; con la zurda mantenía la bocha a la altura de los ojos, luego se iba inclinando hacia adelante sin doblar la rodilla y cuando parecía ya caerse, más o meneos a los cuarenta y cinco grados, tiraba el bochazo; generalmente certero. La elegancia y agilidad de sus movimientos parecían desmentir los cientoveinticinco kilos que pesaba. Eran una fiesta para mis oídos los comentarios dicharacheros y el tono musical bien entrerriano que ahora, con la distancia que ponen los años, se me hace más notorio y pintoresco.
Salvador era un solterón_ viejo amigo de mi padre, compañero de aventuras en sus años mozos_ de una gran timidez, delatada por el rubor de sus mejillas cada vez que hablaba con una mujer. Había tenido la honorífica misión del pedido de manos en forma oficial, según costumbre de la época, cuando los que serían mis padres comenzaron su noviazgo.
Pero su tarea iba más allá del corte a lo Humberto Primo o a la americana; llegado el momento era el desollador de cerdos en las matanzas anuales. En la vecindad nadie pensaba en otro que no sea él, por su indiscutible idoneidad y buena disposición para la “gauchada”. ¡Cómo manan la sangre, cómo grita y se defiende el animal! Gritos que parecen humanos y que a mucha gente les resultan intolerables mientras cambian de tonos a medida que la vida se escapa por el torrente de sangre; cómo se convulsiona y patalea. Años después, al leer “El matadero” de Esteban Echeverría, veía en aquellos cerdos a la víctimas de la Mazorca. Salvador tenía gento adusto y, abocado a esa tarea, se lo veía más “fiero”. Veía sus cejas más pobladas y más negras y más profundas las arrugas de su frente. Sus brazos velludos, con su camisa arremangada hasta cerca de los hombros; dos gigantes ases de bastos de barajas ordinarias como las de la mesa del truco del almacén de Mario. Salvador hablaba poco y, entregado al ritual de la matanza, no hablaba nada; era un sumo sacerdote cumpliendo con el ceremonial del sacrificio de una antigua religión pagana. Conociendo su grado de instrucción y conocimientos sé que nunca se enteró que lo que estaba haciendo era repetir una antigua ceremonia tan vieja como el mundo, con su falso cuchillo de obsidiana.

Y el truco era la otra animación en el boliche de Mario. “Cuarenta cartas gracientas”, como dice Borges. No se qué parámetros usaba Mario para declararlas inservibles en algún momento y proceder al recambio, evitando las posibles cartas marcadas que seguro romperían la armonía y buenas relaciones entre los parroquianos. Barajas ordinarias con sus caballos panzones; burdas imitaciones tal vez de aquel que montaba “El príncipe Baltasar Carlos”, pintado por Velázquez y que viera años después en el Museo del Prado. Ases de bastos grotescos que más parecían piernas gordas de viejas varicosas.
Todavía conservan mis oídos los diálogos floridos, las pícaras mentiras de los envidos, los versos del que ligaba una flor y alguna escupida rápida, verde por el mate o marrón por la mascada, que sonaba como latigazo sobre el piso de ladrillos que Mario regaba con acaroína por lo menos tres veces al día. El autor de la escupida tenía la delicadeza de desparramarla con movimientos giratorios de su alpargata.
En días de lluvia, sin poder hacer las tareas del campo a la intemperie, la concurrencia aumentaba. Se formaban hasta dos mesas de truco y el olor a tortas fritas se filtraba en el almacén desde las casas del barrio.
Pasaba el tiempo mirando en silencio, embelesado en el espectáculo. Nunca faltaba quien interrumpía su juego para ordenar a Mario que me sirviera una sidrita De Donatis o una naranjada.
Tenía el almacén un largo mostrador pintado de verde. En un extremo descansaba una fiambrera que dejaba escapar vapores de mortadela, salame de Chajarí y queso cabal. Moscas desoladas prendidas a la malla del tejido pidiendo entrada. En el otro extremo, una cubierta de chapa con agujero en el medio indicaba el bar. Debajo del agujero, un balde donde con rápidos movimientos Mario enjuagaba los vasos una y mil veces al día; vasos de vidrio grueso y pesado culo que aseguraban estabilidad ante las temblorosas manos de algunos temulentos; vasos altos, esbeltos, para “Lucera” y los vinos; los famosos “potrillos”; otros más chicos, para cañas, grapas y ginebras. Nunca vi cambiar el agua del balde, tampoco me enteré de infecciones u otras pestes por semejante desaprensión.
Al final de la tarde, cuando las caras de los parroquianos se desdibujaban en la penumbra, Mario prendía con mucha delicadeza su lámpara “Aladino” subido a una banqueta de dudosa estabilidad. Era una luz blanca que no alcanzaba a iluminar todo el recinto. En un rincón y entre bolsas de azúcar negra, se ubicaba un viejito carpidor de las quintas y viñedos. Llegaba ya entrada la noche, saludaba respetuosamente a la concurrencia tocando apenas con la mano el ala del sombrero; pedía una grapa y se ubicaba, mudo observador, consumiendo su trago en espaciados sorbos como estirando el tiempo . Un regalo que se daba en aquellas jornadas de trabajar “de sol a sol”, que no era sólo una figura literaria. De vez en cuando, alguien de la mesa de truco, viendo a Mario servirle su trago, levantaba también su copa: _“¡A su salud, Don!”_, porque nadie sabía su nombre. Nunca le vi los ojos, cubiertos por el ala del sombrero que me lo imaginaba enrroscado a la cabeza.
Algunas tardecitas, con otro gurises de mi edad llegábamos con nuestros caballos y petisos. Mario organizaba una “cuadrera”. La ocasional pista eran ciento cincuenta metros de calle al lado de la cancha de bochas; se premiaba al ganador con una “cara sucia”. Mi potrillo alazán, de muy buen porte y ligero, competía con su mayor contrincante: el morito de los Moreno. De tan buena estampa como el mío, pero yo siempre le ganaba aunque nunca logré sacarle más de medio cuerpo en la improvisada pista.
Enterada de mis hazañas ecuestres mi madre puso el grito en el cielo. Mi padre, no sin algunos temores, la tranquilizaba: _”Dejálo, es bien “de a caballo”, no le va a pasar nada…”_
En el fondo estaba orgulloso; él sabía que yo siempre ganaba y lo ponía muy ufano, pero me daba recomendaciones de vez en cuando. _ ”No hagas sufrir al pobre animal sólo por compadrear”_ me decía. Un síndrome meniscal, que aparece de vez en cuando y que nunca me abandonó, me recuerda la única “rodada” importante que tuve en esas carreras. Sólo una vez mi padre se puso serio y me reprendió. Fue cuando supo que, al hacerle una “pasada” a una gurisa del barrio, antes de llegar al frente del portón de su quinta azuzaba al alazán a talonazos al tiempo que lo tenía corto de riendas. La bestia enloquecía, escarceaba y echaba espuma por la boca, dejando escapar ruidosos bufidos. Lo trágico fue que un día esos bufidos equivocaron de rumbo; el alazán se tiró un pedo cuando mi dama salía para verme pasar. Yo le aflojé la rienda como diciendo “aquí no pasó nada” y dándole un rebencazo, que el alazán remató con otro pedo. Le aflojé las riendas y salí al galope levantando polvareda. Fui mi última pasada.
Completaban el gupo étnico del boliche un buen número de vascos; grandotes, con sus narices coloradas, siempre de boinas, mostrando el límite exacto de sol y sombra en la frente en las pocas ocasiones que se las quitaban. Recuerdo que quien más me impresionaba era el vasco Otamendi, tan enorme su napia como sus manazas. Cuando agarraba las “lisas” o las “rayadas” era un águila gigante cargando su presa. Me honraba y conmovía cuando extendía su mano saludándome “como los grandes”. Por la punta de esos dedos_ gigantescas zanahorias con uñas_ dejaba escapar toda su bondad interior.
Otro vasco de la fauna habitual era Peruco Bidegay. No era alto ni colorado, caminaba y hablaba pausadamente; sólo su apellido lo hacía vasco. Cuando jugaba al truco se hamacaba en su silla de asiento de paja. Las dos patas delanteras quedaban en el aire. Yo lo miraba con esos ojos curiosos como sólo los niños saben mirar, esperando verlo caer. Pero nunca se cayó. Me pregunto cómo dominaba tan bien los secretos del equilibrio.
Todos los porotos que en su vida ganó al truco los perdió en prestigio cuando Perón subió al gobierno. El almacén de Mario Gatti era un foco netamente radical que en épocas de elecciones se convertía en comité. Pasado el evento todo volvía a la normalidad y entre bochas, truco y hablar de carreras, confraternizaban radicales y “lomos duros”. Pero hacerse peronista era otra cosa. Y fue lo que hizo Peruco Bidegay. Al principio hasta dejó de ir al almacén, lo que seguro no le fue fácil; después, aunque volvió, ya no era lo mismo. Se entró en el maniqueísmo: se era peronista o antiperonista. Se producía un gran cambio, se terminaba una Argentina y empezaba otra. Corría el año 1943. Moría la Argentina que había nacido en el año 30, con la caída de Irigoyen, con la caída de sus pobres muebles_ una camita de hierro, un par de sillas y una desvencijada biblioteca_ desde la ventana de su casa de la calle Brasil; acto simbólico en el que Uriburu tiró más que muebles por la ventana. Empezó la Argentina de la delación, la de mirarnos de reojo, la del carnet de afiliación partidaria para conseguir empleos, la eufemística designación de jefes de manzana.
Gran experiencia tuvieron las maestras: había que saber “educar” al pueblo. Reminiscencias fascistas tardías; épocas de las famosas delegadas censistas, que nunca supe qué censaban pero que se peinaban y vestían como Evita, con los mismos gestos y poses al hablar.
Tiempo de las grandes concentraciones y desfiles masivos por cualquier motivo, real o inventado, con profusión de banderas, pancartas y marchitas, sloganes grandilocuentes y el inefable bombo que llegó para quedarse “hasta que las velas ardan”. Novedad en la segunda “Nueva Argentina”, copiadas e importadas de países donde esas glorias pasadas fueron causas de derrotas para desgracia de aquellos mismos que desfilaron con pasos marciales y gestos desafiantes.

Si le hubiera preguntado a gente de la zona si conocían algún español, me hubiesen quedado mirando sin responder. Para ellos existían los vascos, los gallegos y los gringos (que eran los italianos). Un judío era un ruso; el de apellido difícil de pronunciar_que cada cual hacía a su manera, de muchas consonantes y que generalmente sonaba cómico; de tipo alto, rubio y ojos celestes_ era polaco. Hasta que no lo conocían bien lo confundían con un judío, lo que el polaco seguramente trataba de aclarar. A pesar del parecido con estos, los alemanes lograban su identidad propia.

Y al anochecer también aparecía Capincho. Tenía su rancho cerca del almacén. En ese tiempo no conocía su nombre ni apellido y para todo el mundo era simplemente Capincho, deformación de la palabra Carpincho. El mote se lo había puesto un antiguo patrón en relación a las chuzas que coronaban su cabeza braquicéfala, y el mismo lo recordaba con nostálgico cariño. Su figura hubiera sido regosijo de Darwin. Un verdadero porte simiesco. Aventajaba al hombre primitivo por su gran estatura, o yo lo veía grande con mis ojos de niño. Sus brazos colgaban balanceándose como péndulos a lo largo de su cuerpo algo arqueado, y su andar era como en cámara lenta. Carpincho más que salir de su rancho parecía emerger de los albores del período terciario, allá por los finales del mioceno. Después deduje que tenía pie plano. Entre muecas y esbozos de sonrisa, su rostro mostraba siempre franca simpatía. En su cuestionada fealdad ese rostro de hombre bueno me recordaba las estampas que veía en el Billiken. Era muy peludo y de marcado prognatismo, sin emparentarlo por eso a los Hasburgos. Me lo imaginaba pintando las cuevas de Altamira, pasando el rato en los largos días lluviosos, haciendo un paréntesis en las partidas de caza. Tenía un aire al monstruo de Frankestein que asustaba a los adultos pero terminaba enterneciendo a los niños. Nunca lo vi pasar de esa mueca risueña a la seriedad. Cuando hablaba mostraba los dientes muy blancos y parejos dentro del marco formado por los labios carnosos que nunca se juntaban. Hablaba casi sin mover la boca y hasta su risa recordaba a nuestro lejano ancestro, sacudiendo los hombros y aumentando el balanceo de sus brazos.
Todo el mundo lo quería. Era carpidor en las quintas de la zona. Al caer la tarde y terminada la jornada, después de pasar por su rancho para sacarse el polvo de las carpidas y “descalzadas” de los naranjos, aparecía en el almacén oliendo a jabón barato, sin que peine alguno lograra dominar su mata de pelo negro. Nunca faltaba quien le pagara una copa de Lucera o lo invitara a jugar al truco cuando en la mesa había que completar el cuarto jugador.
Se daban esas paradojas: había una estratificación social implícita dada por los gringos (de los cuales yo provenía). Estaban por un lado los dueños de los pequeños naranjales y viñedos (y a veces hasta de una modesta bodega), y por otro los criollos o tapes, como se les decía. Eran los peones, los carpidores, los que manejaban el arado, los que hacían las tareas menos especializadas, las más duras; a veces compartidas también con sus patrones. Esta estratificación armonizaba con una conciencia democrática “sui géneris”. Se compartían algunas diversiones; todo el vecindario concurría a bailes y kermeses organizadas por la cooperadora de la escuela, algunas partidas de truco y el mostrador del boliche, pero a ninguno de los gringos le hubiera gustado que su hija se pusiera de novia con el peón o su hijo con la chinita, (pero si se hubiera revolcado con ella en la viña se mostraba orgulloso y cómplice).
Simone de Beauvoire decía que si uno pone un judío o un negro en una novela está diciendo “los judíos y los negros”. Aunque Carpincho era un personaje real estoy describiendo al arquetipo del peón, del mencho o del tape de las quintas de aquel tiempo.
Dejé aquellos lugares y Carpincho siguió por muchos años su misma rutina. Un protagonista más de las historias que “mi tiempo y la memoria” atesora.
Así era esa época, tan felíz para mí. “Cuan verde era mi valle y el valle de todos los que se han ido”. (1)

(1) Palabras finales de “Cuan verde era mi valle” de Richard Lewellyn.

Angel Oscar Cutro (1997)

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