El padre Leoncio

Un muro de ladrillos, sin revocar, separaba los fondos de las dos casas y un portoncito de madera reseca y descascarada permitía que Ema y Amparo cruzaran a diario para intercambiar chimentos o platos de comida con que ambas competían, para mutuo lucimiento. Recién llegados de España, Doña Amparo y Don Manolo Gonzalez, hallaron en ese muro y en el mínimo portón, la cálida entrada a su nuevo mundo en los brazos amables, generosos de Ema y Pancho; suavizando añoranzas que hacían menos dolorosos los recuerdos de Lobanamoura, en su amada Galicia.
El Padre Leoncio, sobrino de los González, era Profesor de la Universidad del Paraguay. Leoncio viajaba con frecuencia hasta Rosario para visitar a sus tíos; respondiendo “el llamado de la sangre”, como él decía. Según Ema, estimulado por la sangre y la presencia de su prima Marta, galleguita de 25 años, cargada de atributos y con mucho “salero”, ( yo pienso que llevaba toda la vajilla encima), convirtiendo tal vez el llamado en alarido.
Marta volcaba desinhibidas muestras de cariño hacia su primito “pintón”, treintañero, cultísimo, con encanto y seductor!, sin esfuerzos.
Nuestro amigo común, Pancho, era entusiasta de tertulias gastronómicas con gente interesante como Leoncio o Don Juan, el violinista jubilado del Colón, dato, remarcado y comentado por Ema. Nunca lo vimos tocar el violín, pero sí comer como un desaforado todo el tiempo que duraba la visita.
Nos reuníamos los domingos al mediodía, con sobremesas largas, temas varios y sin apuros. Pero Don Juan estaba desde las 10 de la mañana, sentado bajo el parral de la casa de Esmeralda y La Paz, “picando” con vinito blanco, lo que había quedado de la cena del sábado: salames, aceitunas, sardinas, palmitos, cholgas y todo lo que cayera bajo la cuchilla del abrelatas.
El Padre Leoncio era conocedor de todo, poseedor de una vastísima cultura y un polifacetismo inigualabes; era un estudioso, reconocido por su talento, y según él, la Universidad lo había facultado hasta para leer los prohibidos libros marcados por el Index de la Iglesia. Su liberalidad para abordar cualquier tema inspiraba para que cualquier interlocutor se sintiera cómodo. Nunca lo vimos de sotana; apenas lucía a veces el cuello blanco con saco negro, demostrando que era cura. La opinión de las mujeres era homogénea en cuanto a los rasgos naturales de belleza masculina, convertido según ellas, en injusto desperdicio y burla de Dios; según Ema, para poner a prueba la concupiscencia femenina, tan acechada por el demonio. Era un hombre comprometido con Dios, estudiaba las ciencias que sus superiores le demandaban, leía mucho y gozaba de autorización para incursionar en Parapsicología, (cuestión que a la Iglesia parecía interesarle, de allí su dedicación a ello). Lo marcaba sin cesar, con énfasis, como para evitar malos entendidos. Quien más lamentaba estos mandatos y su condición era sin duda su prima Marta.
Yo también incursionaba en esos tiempos sobre Telepatía, Telekinesia, sin fundamentos apropiados, que él supo brindarme.
En una de esas veladas se abordó el tema de la Transmisión de pensamientos. Como es común sobraban anécdotas y cada uno aportaba al grupo casos propios o ajenos.
Con la autoridad que le daba su jerarquía y sapiencia, el Padre Leoncio dirigía las reuniones, y en ésta sobre todo, propuso un juego que le resultaba interesante y lo practicaba con la frecuencia que la ocasión le brindaba.
Parecía un show, pero él le imprimía la seriedad de sus actos; hasta nos decía que le acumulaban datos para sus apuntes experimentales.
Nos hacía quedar a todos reunidos en el comedor de Ema, atiborrado con muebles antiguos, adornos, vitrinas repletas de cristalería y bibelots, (seguramente, muchos de ellos, regalos de casamiento que Pancho y Ema recibieran 50 años atrás). Leoncio se iba al patio.
La consigna nos había sido dada: cada uno, puestos de acuerdo, debía concentrar toda su energía y pensamiento en un objeto determinado que alguien elegía al azar. El objeto debía estar al alcance de la vista de Leoncio cuando volviera a entrar.
Con poca vacilación, terminaba dirigiéndose al objeto elegido, y por supuesto, (lo sabíamos), transmitido en forma telepática.
Mi mujer temía a esas pruebas esotéricas; no había mayor conjunción con la mente de Leoncio.
Los resultados eran variados y, en prácticas individuales, cuando la experiencia era entre Leoncio y yo, (cualquiera fuese la misión, emisor o receptor), había un 90% de resultados positivos.
_“A veces me encuentro con un muro infranqueable”, decía.
Conmigo no, curiosa coincidencia entre un cura católico y un agnóstico kantiano. Pero yo creía que todo era posible, siguiendo la premisa de “uno nunca sabe!”
Narraba sus fracasos; no siempre las personas le eran totalmente receptivas. Risas de histérico entusiasmo, disfrutábamos de la experiencia, pero se confesaba un mal disimulado temor en el ambiente.
Nadie salía convencido de nada. Pero todos gozábamos de esos encuentros.
Martita no intervenía_ “Me dan miedo esas cosas…”_ ; pero siempre buscaba un lugar, pegadita a su primo Leoncio, con el rostro encendido de un rojo inexplicable si uno no conociera la atracción que ejercía sobre ella. Tal vez buscaba protección divina.
Sorprendía a mi mujer, a veces barriendo la vereda, en sus múltiples pasadas por el barrio; y, al verlo, ella se escondía en la casa como movida por un resorte. _“Este hombre te lee los pensamientos”, argüía; no convencida pero…

Ese personaje, entrañable pasó por nuestra vida, sumando dudas, certezas, ansias de búsqueda. Curiosidad que nos acució siempre, y lo recordamos como movilizador de muchas lecturas, conferencias, puestas en común sobre esos temas.

Fue un poco un maestro ocasional que hallamos a la vera del camino.

Angel Oscar Cutro (2006)

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