Viñetas de la vieja Concordia (de Calles de ripio, 2004)

Persianas

Vida pueblerina. Todos viven pendientes de todos. Como todo es opinable, todos opinan y todos juzgan. Ensalzan poco y lapidan mucho. Los juicios son inapelables y las faltas “morales”, las preferidas. Infidelidades, embarazos a destiempo, faldas cortas, pantalones ajustados. “No se còmo se los ponen!”, comentaba mi tìa Yolanda.
Con el tiempo se perdiò el encanto de “bichar” por las mirillas de las persianas balconeras, detalle de la parte movible que por medio de una palanquita podìa abrirse, cerrarse y graduarse a voluntad, acorde a la visiòn, y entusiasmo de la vecina o a la intensidad de los rayos solares que las siestas entrerrianas lo hacen agresivo. Se comentaba en el barrio que Doña Neca aceitaba su mirilla periòdicamente para no delatar su atalaya. La manivela se manejaba con movimientos suaves para no delatar el bunker, habìa toda una tècnica delicada a seguir.
Celosìa, elemento clave de balcones de mi tiempo: por èl no se miraba, se bichaba. Se veìa sin ser visto, (manejada con maestrìa). La mirona estiraba el cuello a lo Nefertiti y sacaba la cola como la Pradòn.
_Cuàntos descubrimientos!
_Què hace con la jarra en la mano, la petisa Maruca si el lechero ya pasò?
_Mirà la mosquita muerta, quièn lo hubiera dicho, y el pobre marido trabajando todo el dìa!
_Mirà la Nenè, la hora de barrer la vereda!, està esperando algo!
Las mujeres de los ferroviarios corrìan con ventaja, oìan el pito, (de la estaciòn) y se metìan en sus casas.


Sillas en la vereda

En cada uno de nosotros existe un mundo poblado por nuestros muertos, donde ningùn extraño puede llegar. Refugio que nos une al pasado y nos mantiene vivos, mientras deambulamos por sus laberintos.

Recorrer lugares vividos es revivir. Viajar por el barrio de nuestra niñez y juventud, es retroceder en el tiempo y rescatar el pasado. Contemplar viejas casas todavìa en pie, y olvidadas. Ver el mismo almacèn de los catalanes, en Còrdoba y 9 de Julio, con sus puertas abiertas de par en par. El mismo olor a yerba, y bacalao, en Semana Santa. El aroma del pan recièn horneado en “La Española” y el ruido del enganche y desenganche de vagones en la estaciòn. El eterno compàs del Molino Rìo de la Plata, que de tan rìtmico y eterno nadie lo escuchaba, pero el dìa en el que parò, todo el barrio oyò su silencio. Silencio desgarrador, cuando la piqueta convirtiò su mole en una pila de escombros, acabando con la esperanza de un posible retorno.
La alfombra de asfalto enmudeciò, el ruido inconfundible del coche de plaza de Don Andrès, sobre el ripio mojado en dìas de lluvia o despuès de pasar el camiòn regador en las tardecitas de verano.

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Va cayendo el dìa, y las sombras se hacen màs largas, las piedritas del ripio van mostrando las suyas dando un brillo especial a la calle 9 de julio. Pasa la regadora, primero fue un solo cubo de chapa sobre un eje con dos ruedas tirada por dos mulas; pero llogò el progreso y el municipio comprò camiones regadores que la poblaciòn jubilosamente se acostumbrò a ver.
“Què maravila!” comentaba la abuela_”lo que es la modernidad!”
El olor a tierra mojada, por simple acciòn emotiva, amainaba un poco el intenso calor, y asì la noche parecìa màs fresca. Y venìa la ceremonia despuès de la cena, donde comenzaban las sillas y sillones a salir de los zaguanes hasta la vereda, y la cuneta si la familia era numerosa. Nadie querìa molestar al paseante obstaculizando el paso. La nociòn de respeto y de buen vecino, no se dejaba de lado.
Los primeros en salir miraban a todos lados, listos para saludar a quienes ya estuvieran ubicados. El tiempo, siempre fue un tema apropiado para comenzar un diàlogo. Despuès se hablaba en voz baja y nadie molestaba a nadie. Alguna matrona hacìa alarde, casi sin quererlo, con un abanico, que tal vez ella misma trajera de España, o heredado de algùn antepasado, o, a falta de tant fino detalle, lo supñìa con una pantalla de cerveza Quilmes o de “Tienda Ciudad de Messina”; cartones con un palito para tomarlo y apantallarse. Asì veìan pasar “la bañadera”, de la empresa Simonetti. Un enorme òmnibus descapotado, utilizado màs como paseo que como medio de transporte. “Si te portàs bien, te doy una vuelta en “bañadera”. _Extorsiva promesa que muchas veces se le hacìa a los niños.


Las tìas

Tener tìas es algo obvio, como sufrir calor en el verano y frìo en el invierno. Las mìas eran muchas y en cantidad y variedad tipològica. A todas las quise mucho, me dejaron dulces recuerdos, pero algunas grabaron huellas profundas en mi memoria, por sus dotes singulares y sus modos de ser.

Las veces que la tìa Carmela salìa por el vecindario, para hacer visitas, lo hacìa llevando una bolsa doblada de la mejor manera, sin que se hiciera notoria su tenencia; “por las dudas y me regalan algo”, decìa. En el campo era comùn que las visitas salieran de la tertulia con unos huevos recièn sacados del nido, los primeros tomates de la huerta o un litro de leche recièn ordeñada.
La tìa dejaba por toda la casa su fragancia, màs que penetrante, desgarrante... de cosmèticos y pintarrajeos. Tenìa una bondad y una tosquedad innatas, mereciendo el perdòn por sus falencias y extravagancias. toda la familia tomaba con benevolencia esas licencias conductales que terminaban siendo jocosas.
Fue una adelantada del movimiento kitsch, aunque no lo supiera nunca.
De una concepciòn estètica tremendamente personal, sin consideraciòn a la realidad circundante ni prejuicio que la inhibiera. De una libertad absoluta, no copiaba ni sacaba ejemplos de nadie, porque en su barrio nadie se vestìa o maquillaba como ella. Despuès, en el transcurso de los años, visitando museos del mundo, la asociaba con Chagall y Mirò. En esa època ignoraba que existìan, despuès, volanteando, en exposiciones del Pompidou, o en el Reina Sofìa.
La tìa Carmela tambièn curaba orzuelos por simpatìa. El tratamiento consistìa en hacer venir al paciente a su casa, en ayunas y con la cara sin lavar. Lo llevaba del brazo hasta un mortero que decoraba un rincòn del patio trasero a la sombra de un gomero, y le ordenaba al “paciente” hacer tres veces una reverencia diciendo:”Buenos dìas, señor mortero.” Nunca supe los supe los resultados de tan original terapia.

Su hermana, la tìa Rosario, era algo menor, con una luxaciòn cogènita de cadera, que marcò toda su vida. Quièn sabe còmo fue sacada del vientre materno, a principios del siglo XX, èpocas de comadronas y vecinas entendidas, sabedoras por experiencia y necesidad. Naciò en su casa y en la misma donde nacieron sus once hermanos, seguramente en la misma en la que fue concebida. Como si la renguera fuera poco, desde joven comenzò a invadirla una artritis reumatiodea que, con el correr de los años, la fue invalidando. Nunca perdiò su optimismo. “Se inventan tantas cosas”, decìa. “La Virgen me va a ayudar.”
Amaba a los canarios, tenìa una gran jaula en forma de catedral, que cubrìa parcialmente con un lienzo cuando el viento, la lluvia o el exceso de sol o frìo asì lo requerìa. Cuando su invalidez le impidiò tenerse en pie y ya no podìa limpiar la jaula, ni ponerle agua y alpiste, la auxiliaba la tìa Carmela, o quièn estuviese màs cerca. Les enseñaba a cantar frotando un corcho a una botella y no habìa dudas de las exòticas y poco ortodoxas leciones, daban resultados asombrosos.

La tìa Margarita era sorda como una tapia. Tenìa la voz finita. Màs que hablar, chillaba. Abusaba de su sordera tiràndose pedos cuando se le antojaba y rièndose por lo bajo, hacièndose la distraìda, sabedora del papelòn que hacìa pasar a los presentes, porque aprovechaba momentos en que habìa visitas, como una venganza a los normoacùsiticos, a la naturaleza que la privò del precioso don de la audiciòn. Siempre habìa alguien de la familia que tosìa o movìa un sillòn, pero llegaba demasiado tarde y nadie lo creìa. Habìa sido un pedo y habìa dudas.
Tenìa la manìa de la previsibilidad. Escondìa carbòn en el ropero y cuando faltaba en la cocina, por olvido de la abuela, ella acudìa con sonrisa pìcara: “No os preocupèis! Yo tengo.”_ y aparecìa con lo suyo como la salvadora del aprieto. Eso la tornaba “Imprescindible”.
Aragonesa de alma, hablaba como recièn llegada de España. Muy delgada, bajita, y jorobada de nacimiento. Se supo siempre fea. todo hacìa suponer que habìa aceptado su destino, no con resignaciòn. Su rebeldìa le salìa por los poros, sin llegar nunca a la maldad.
Recuerdo cuando mi abuela muriò, la tìa repetìa: “Vivìamos peleando, pero cuànto quisiera yo haber muerto para que ella viviera!"
Y todos le creìamos. Un par de años màs que la sobreviviò, lo siguiò repitiendo.

1 comentario:

COCO R dijo...

Hermosa historia... lástima que pareciera ser antiperonista, una controversia para un hombre tan inteligente... respetuosamente C.R.