Khadoma

La Mirta nunca oyó pronunciar la palabra Khadoma. Leía poco, casi nada y no pasó del segundo año del Normal. “Me aburro,”_ decía_“mejor me quedo en casa y la ayudo a mamá.” Le tenía fe a su cuerpo. _“No me voy a quedar soltera”_ también decía. Tampoco iba al cine. No había visto “Rashomón”, ni sabía quién era Akira Kurosawa, ni Ang Lee, ni nada de lo oriental, fuere chino, japonés; le daba igual. Ella era una Khadoma y no lo sabía, seguramente nunca lo supo. Dónde y cómo aprendió el uso de tan milenaria “técnica”, tampoco lo sabía, ni lo hubiera sabido porque le salió sola, porque la Mirta no sabía casi nada de nada, simplemente era pura naturalidad. Las cosas, que sin proponérselo, salen solas: como tener habilidad para contraer por separado los músculos faciales, del hombro o los pectorales, y hacer las delicias de los parientes en reuniones familiares, festejando semejantes gracias.
Un día descubre su atributo, se sorprende, y a ella misma le causa gracia y lo sigue repitiendo hasta la perfección…
La Mirta estaba con el Lito, su novio; ella abajo y él arriba, como “mamá” y “papá_, y la Mirta entró en clímax. Siempre fue escandalosa, gritona y hasta llorona y también decía palabrotas. Apretaba los muslos y toda la musculatura pelviana como parte del ritual de su éxtasis erótico. Cuando lo hacían en la piecita del fondo, en la vieja cama de bronce, que estaba ahí, destartalada, después que la tía Clelia dejó de usarla, el ruido campanillezco de sus partes flojas hacían recordar navidades en troikas moscovitas. No era lo común, pero al Lito le faltaba poco para llegar y la miraba canchero, haciéndole la nada original pregunta del amante y presumido macho argentino:_”¿Te gusta?”,_ Él sabía que después venía un largo y calentón “¡Sí!”, seguido de aumento de convulsiones, arqueo de columna, dientes apretados, espuma por la boca, con algunos tirones de pelo que al Lito lo excitaban más. Pero el Lito sintió lo que nunca había sentido. La vulva de la Mirta era una sanguijuela, una ventosa, una boca carnosa y desdentada apretando su presa y absorbiéndola con vocación de ciénaga. Dentro de su bagaje de ignorancia, tampoco conocía la existencia de los constrictores de la vulva y menos aún su función. El Lito se moría de gozo:_”Mirta, te amo, me volvés loco, de dónde sacaste esto.”
El Lito, canchero como era y como de costumbre, no se había sacado el chicle de la boca cuando empezó la contienda. En el vértigo del delirio se lo tragó, pero el cruce no fue fácil y se le atracó en la faringe. Primero se puso pálido, luego pasó al azul oscuro. La Mirta notó algo raro y enseguida abrió los ojos, porque siempre los cerraba en esa lid. Se sacó al Lito de encima de un empujón. Con el sacudón el chicle siguió su camino y fue a parar al estómago.
Se le volvieron a colorear los cachetes y la Mirta se tranquilizó, pero ni se enteró de lo sublime que había estado.
Lo dejó solo en la cama. Al Lito le llegó desde el baño el ruido de su meada de yegua en celo, descarada y satisfecha; casi como un desperazarse que lo sacó de la detumescencia en que lo había dejado para excitarse nuevamente. Esperaba ansioso su regreso. Alisó las sábanas preparando un segundo encuentro. El tiempo no permite desperdicios, una postergación sería lamentable, hay cosas que no se repiten. Sólo en la juventud se vive intensamente sin especular esfuerzos. Su boca segregaba jugosa saliva anticipando el segundo plato. Glotonería veinteañera.
El Lito nunca la dejó y se casó con ella. La Mirta se tuvo fe.
Ni se enteró donde estaba el secreto de su tremendo éxito amoroso ni de sus fundamentos. Nunca supo que le sacaba el Yang a su amante y que lo vaciaba por su Yin. Que con su vulva poderosa. Su PUERTA de JADE, su YU-MEN, devoraba al Lito su tallo de jade, su YU-HENG.
Un día se lo voy a decir. La Mirta se lo merece.

Angel Oscar Cutro (2004)

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