Noches rosarinas


Noches rosarinas

El petiso Samberro era Oficial Inspector de la Policía rosarina, allá por la década del 60. Acorde a mi clasificación antropológica pertenecía a la especie de “hombres cárdigan”. Cuello corto casi inexistente parecía una mamuska, infaltable souvenir que la gente trae de sus viajes, certificando su visita a Rusia. Para ver el nudo de su corbata había que esperar a que levantara la pera.
Fornido, sin ser gordo, de caminar sin apuro y mirando distraído para todos lados. De expresión casi cómica, por su bigotito sardina, subrayando la nariz.
Pelo lacio, renegrido, peinado a lo Gardel. En un permanente arquear de cejas, con ese aire entre ausente y aburrido como diciendo:”¿Qué estoy haciendo en el mundo?”
Siempre de traje gris claro, saco cruzado, demasiado largo; lo hacía aún más petiso, detalle que a Samberro, por lo visto, no le importaba.

Había pasado la línea del medio siglo sin que las arrugas se acordaran de su rostro cetrino y bien afeitado a la navaja, pelo y contrapelo.
Hablaba con un tono musical, monocorde, dando a las opiniones y juicios emitidos la sensación de estar de vuelta en el viaje por la vida.
Lo suponía un “policía de paso”, que quizás vagas circunstancias llevaron hasta este trabajo sin vocación donde se había quedado por inercia, incapaz de buscar otros caminos.
Por lo “fiaca” y poco “tira”, si por él hubiera sido, todavía nadie sabría quién mató al coronel Benigno Varela ni a Lisandro de la Torre.

Su pasión eran los burros. Eterno tema de domingo a domingo.
Vivía en un conventillo de la calle Montevideo, entre Sarmiento y Mitre, en concubinato con Rosaura, como él mismo confesaba. Sorda como una tapia, hetaira fugaz hasta su encuentro. Se conocieron en tiempos brillantes de la calle Pichincha, en aquel nostálgico Rosario de mafiosos. La “Chicago argentina”, la de Chicho Grande y Agatha Galiffi, la de quilombos de lujo como “El elegante” y el “Madame Safó”; con los polacos de la “Migdal” y la “Varsovia”.
Años en que Rosaura y Samberro se conmovieron, como todo el mundo, con el secuestro y crimen de Abel Ayerza, en 1932, que fuera la gota que colmara el vaso para decidir a jueces y policías terminar con la mafia que tanto poder tenía.

Rosaura era irremediablemente fea. Fealdad que se perdía con el trato, al entrar en su alma noble y buena.
Trataba de imaginarla en su juventud. Algún encanto habría tenido aquella fiel seguidora y compañera.
Compartían la afición por los burros desde sus inicios amorosos, y decidieron caminar juntos por la vida. Samberro, jubilado, tenía toda la semana para estudiar medulosamente “La fija”.
A Rosaura la conocí sesentona. Había sido amanuense de Domingo Gaeta, en su famosa academia de bailes. Daba clases de tango y milonga; cortes y quebradas que los rosarinos se tomaban muy en serio, en tren de vivir emulando a los porteños.
La pieza del conventillo tenía un acogedor alero de coqueta canefa con canaleta de desagüe, que en cada final de lluvias guardaba las hojas de los parrales vecinos. El petiso la limpiaba haciendo equilibrio, subido a la mesa de la cocina que sacaban al patio.
En noches de verano gustaba hacer asados en su parrilla portátil.
Mi mujer y yo éramos asiduos invitados, con el cariño de ese matrimonio “grande” que toma en adopción a la pareja joven, como añorando un pasado feliz y lejano.
Mientras el asado iba tomando color, brillo y aroma, Rosaura le entraba a dar con el Winco y dale que dale con Gardel. La culpa había sido mía, exagerando mi afición al Zorzal criollo para congraciarme con ella. Y se lo tomaba en serio. Sabedora de mi gusto por el baile y amante del tango, no me perdonaba uno solo de la colección de sus discos de pasta, 75 revoluciones por minuto, ordenada prolijamente en un cajón de manzanas.
Por el bagaje de tantos años de maestría la bailarina sorda no se perdía un solo compás. Me seguía sin pisarme ni dejar que yo lo hiciera. Las figuras, más que cortes y quebradas, eran gambetas.
Mas que bailarín me sentía un centro-football o un caminante porteño esquivando los excrementos de mascotas en las veredas rotas.
Su memoria auditiva era perfecta, llevaba el recuerdo de aquel ritmo canyengue grabado a fuego en cuerpo y alma.

El tango es una pasión bailada. Lo dijo alguien, aunque el bailarín no se dé por enterado.
La única danza introvertida. Todo arrebato y recogimiento. Tal abstracción a lo que está más allá de la piel, llegando al punto crítico donde la pareja se encuentra sola en el mundo compartiendo su soledad.

Pero Rosaura exageraba. Tal vez retornaban viejas memorias capaces de calentar su sangre arrabalera que los años no habían logrado enfriar; manteniendo su llama piloto que yo, sin querer, exacerbaba.
Además de sorda era “chicata”. Usaba gruesos anteojos con escasos resultados. Pero dejando de lado estos detalles, y con un poco de imaginación, bailando con ella me sentía Juan Muraña, (o “el cuchillero de Palermo” como lo llamaba Borges).
Una noche se cortó la luz; para el caso no importaba, la brillante luna superaba con creces su ausencia. La sorda ni se enteró, con sus ojos entornados en “Mi noche triste”. El chisporroteo de la parrilla hacía su psicodelia en la improvisada pista de baile. La ví tan concentrada que no la interrumpí, para no cortar su inspiración.
En el 2 x 4 no hay luz entre cuerpo y cuerpo, sin espacio para un hoja de papel, porque así lo exige el tango. Rosaura me pegoteaba su reboque barato en el refregar de las caras, al cambiar la orientación siguiendo las exigencias del baile. Mirando juntos para abajo, fijos los ojos en el piso, como buscando el pudor perdido en las baldosas de patio. El contacto grasoso y el tufo dulzón, desalentaban mi fugaz vocación maleva. Percibía, más que veía, la sonrisa cómplice y comprensiva de mi mujer, con sus 23 años, sin atisbos de celos por lo simple y grotesco de la escena.
Pero todo tiene su límite. Para librarme de aquella Salomé extasiada, confesaba mi cansancio fingido valiéndome de señas y morisquetas en un improvisado lenguaje gestual. Entonces Rosaura me liberaba de un tirón, como quién se saca un delantal de cocina, y caminaba hacia la maceta del patio donde, en un vaso de vidrio grueso, guardaba el moscato. “Mi regalón” , como ella lo llamaba; una manera de justificar su perdonable vicio.
El vaso era imperdible en la reunión, sobre una esquina de la mesa, o en la maceta del patio. La marca de sus labios sellaban los bordes como una montura colgada en su caballete. A veces había marcas de labios superpuestos, rastros que Rosaura iba dejando antes de nuestro arribo.
Excitada hablaba y hablaba, sin tenernos en cuenta.
-“¿La señora no es celosa, no?”_ y continuaba con su victrola sin esperar contestación.
Samberro nos oteaba con su mirada anodina, mientras seguía con el asado.
_”Dejalo tranquilo,”_ le decía_” lo vas a cansar y no van a venir más.”
Recomendación inútil, porque ella ni se enteraba del comentario.
Y llegaba por fin el momento de la noche: _ ”Ya están los chorizos!”_ anunciaba el petiso, secándose la frente transpirada con el repasador engrasado, que no dejaba hasta servir al último comensal.
El anfitrión dedicaba el primer bocado a mi mujer, con esa galantería y finos modales del turfman, cualquiera sea su nivel social, antítesis del agresivo y guarango hincha de fútbol.
El vino llamaba al sueño y las voces languidecían. Los Samberro no tenían la necesidad del “mañana”, nosotros sí.
Él se adelantaba llevando por el pasillo nuestra Siambretta hasta la calle, gesto habitual de galantería mientras nos despedíamos de Rosaura que se quedaba sin enterarse del libreto. Seguro lo suponía, viendo nuestros rostros con muestras claras de gestos cariñosos y promesas de retorno.

Angel Oscar Cutro (2005)

1 comentario:

Dorais dijo...

me podrás contar de donde sacaste la imagen?? espero q sí te dejo mi mail: figueroa.doris@gmail.com muchasss gracias... es apra un trabajo práctico de la UNLu.. ;)